La repetición trivializa
cualquier cosa. Adormece la sensibilidad. Los asesinatos de mujeres,
casi siempre jóvenes, se actualizan día a día entre la estadística y un gore mediático siempre teñido con algo de porno,
gansterismo, telenovela, drogas y detalles grotescos que sacien nuestra
sed de horror. ¿A qué obedece, si no a dicha sed, el éxito de filmes y
series que tratan precisamente de eso y lo escenifican con primor
gótico, escatológico o como denuncia estridente? La niña de 12 años en
Colima la semana pasada, a quien mató un sujeto al no poder violarla. O
las muchachas colombianas abandonadas por su acompañante varón en un
Ferrari en llamas al regreso de Acapulco; ambas fallecieron después de
indecibles dolores que, eso sí, hubo quien grabara en su celular para
todos nosotros. O la modelo venezolana tirada al arroyo en Ecatepec,
mutilada y desfigurada. Pervirtiendo el dicho, la suerte de la bonita
hoy nadie la desea.
No podemos ignorar la cosificación publicitaria de la
mujer bonita, desnuda de preferencia. Nos venden coches, herramientas, champú o cerveza mediante mascotas femeninas de lo más decorativas. Estamos educados en el derecho masculino a cortar las flores del jardín nada más porque sí. Por güevos.
¿No somos acaso el país que patentó
las muertas de Juárez, uno de los holocaustos más famosos del fin del milenio? Como predijo entonces Noam Chomsky, Juárez era un adelanto del futuro neoliberal. Hoy la muerte barata o gratis de mujeres es epidemia nacional bajo la misma lógica de su acumulación. No se investigan, son tantas. Luego que nunca se sabe si el homicida es un intocable, o el jefe de uno, o alguien que no quieres de enemigo.
Total era una pinche vieja, ahí andaba de putona, o descuidada. Con cínica complicidad sorda entre varones, se hace fácil culparlas. Las muertas no hablan.
En una sociedad tan desigual y compleja como la mexicana, cuyos
estamentos parecieran mundos distintos, las generalizaciones no
funcionan aunque nos encante hacerlas. Son la base de todas las
discriminaciones: religiosas, de clase, sexuales, étnicas (entendidas
éstas como la percepción subjetiva que muchos se hacen de quienes
perciben
diferentes, débiles y en presunta minoría). O por edad, aspecto físico, formas de vestir, hablar o tatuarse, preferencia electoral, lugar de origen, poder adquisitivo, etc. Todas deplorables, pero la peor, la más extendida, la que rompe barreras de clase, es la discriminación a las mujeres. Se dirá que común en todo el mundo, todavía patriarcal y autoritario. Pero su manifestación en México delata una maldad angustiante, un odio acomplejado.
En ninguna parte, ni siquiera donde rigen Boko Haram, los janjaweed o
los mercenarios balcánicos, estadunidenses o árabes, se maltrata y peor
se mata a las mujeres como en México. A las estadísticas podemos
remitirnos. A la nota roja. A los testimonios que, de tantos, nos ahogan
(y luego que son más los silenciados, no confesados, hundidos en el
pavor de la memoria rota). ¿Cómo conciliar este empeoramiento social, en
todo el territorio nacional, con los indiscutibles avances gracias al
feminismo activo, al reconocimiento legal de los derechos humanos, la
tolerancia ganada para la libertad de elección y vida sexual? (Lástima
que no para todas).
Los pasados cien años de guerras, entreguerras y posguerras, de
revoluciones soviéticas, mexicanas y cubanas, las mujeres conquistaron
el sufragio, la píldora, las oportunidades laborales y profesionales. En
recientes décadas presenciamos la feminización profunda del ámbito
académico, periodístico, médico y científico, su reconocimiento cultural
(las poetas contemporáneas acabaron con el monopolio masculino, por
ejemplo), el lugar para las mujeres en cualquier deporte. Súmese la
inevitabilidad de las cuotas de género, una solución coja y forzada,
pero de qué otra manera se abrirían formalmente espacios en estas
sociedades dominadas por patrones, caudillos y patriarcas.
En los días que corren, medios de comunicación, redes y
conversaciones se llenan con las denuncias de mujeres en cadena por
hostigamiento, abuso, amenazas, violación y chantaje dentro del medio
del espectáculo global. Resulta innegable su importancia pedagógica
desde las mismas plataformas que suelen cosificar y denigrar a la mujer.
Pero ni eso, ni las marchas, ni las reivindicaciones de la pequeña
burguesía en bicicleta parecen revertir la devaluación extrema de la
vida humana femenina. Sigue siendo una cuestión de rating. Las
mujeres son diezmadas en calles, hoteles, baldíos y en sus propias
casas, por el marido o novio si es preciso. Moneda de baja denominación
en el mercado. Mercancía de úsese y tírese.
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