Hernan Gomez B
Un periodismo que recurre al rumor sin esclarecer sus fuentes, ha
adoptado un nuevo nado sincronizado de la mano de la comentocracia.
Saben ya que el próximo presidente de la República se llama Andrés Manuel López Obrador.
Ya ni vale la pena argüir que está viejo o enfermo –el último de sus
más desesperados recursos- ahora buscan desacreditar a su equipo
económico de cara a la elección y a lo que vendrá; quieren mantener el
poder aunque pierdan el gobierno.
Hace unos días Ricardo Raphael –a quien aprecio y
respeto, aunque en esta ocasión no puedo coincidir con él– expresaba en
una de sus columnas que la economía mexicana se encuentra en un momento
delicado y que –frente a la transición que veremos en diciembre–, AMLO debería nombrar a un neoliberal en la Secretaría de Hacienda
para garantizar la estabilidad económica en el país. Urzúa no puede ser
–señalaba Raphael–, por considerar que nos encontramos en la antesala
de una crisis.
No sabemos de dónde salió el ya desmentido rumor –reproducido por
varios periodistas y analistas a lo largo de la semana— de que Guillermo Ortiz o Santiago Levy
podrían ser los llamados a pilotear esa tarea. Ignoramos si la fuente
es alguno de los interesados buscando chamba; si detrás de esta
operación mediática estuvo un grupo de interés o incluso algún sector de
la coalición obradorista. Lo cierto es que un mero rumor se convirtió
en noticia.
En todo caso, me interesa más hablar de la sustancia. Es claro que el
establishment económico busca salvar lo que se pueda del modelo actual,
basado en un fundamentalismo de mercado que en México superó toda
proporción. En esa ecuación, un sector está y estará buscando en los
próximos meses aferrarse al control de la burocracia
económico-financiera que ha disfrutado a lo largo de tres largas
décadas.
El tema de fondo planteado por Raphael no fue irrelevante. La posible incertidumbre que puede generar entre los mercados el que un gobierno de izquierda o centro-izquierda llegue al gobierno ha sido incluso tema de debates académicos.
Sudamérica tiene algo que enseñarnos. En 2003, cuando Néstor Kirchner
asumió la presidencia de la República, optó por mantener en el
Ministerio de Economía a Roberto Lavagna por más de tres años. Lo hizo
porque el país acababa de pasar por la peor crisis económica de su
historia y Lavagna era el garante de un incipiente plan de recuperación.
Algo similar ocurrió en Brasil, cuando Lula asumió el poder unos
meses antes que Kirchner. Allí el Ministerio de Hacienda fue encabezado
por un cuadro moderado de su propio partido: Eduardo Palocci. Sin
embargo, el equipo económico convocó a cuadros ortodoxos identificados
con el gobierno anterior para ocupar algunos puestos importantes
(casualidad: uno de estos fue ocupado por un hombre de apellido Levy) y
prácticamente se entregó el Banco Central a un representante del sector
financiero: Henrique Mireilles.
Tanto Kirchner como Lula tomaron estas decisiones pragmáticas en un
contexto de inestabilidad económica y crisis de credibilidad, en un
momento en el que los mercados internacionales todavía no estaban
habituados a los gobiernos de izquierda en América Latina. Lo hicieron,
además, con base en una inestabilidad económica manifiesta en
indicadores concretos, nada equiparables a la fotografía del México
actual.
El discurso del Partido de los Trabajadores preocupaba especialmente a
los inversionistas nacionales y extranjeros. En los meses previos a la
elección el riesgo país de Brasil se incrementó considerablemente, hubo
fuga de capitales y depreciación del tipo de cambio. Una calificadora
llegó a referirse al fenómeno como “da Lula monster”. Hasta George Soros
declaró: “Brasil está condenado a elegir a Serra presidente o a
hundirse irremediablemente en el caos”.
Los inversionistas brasileños y extranjeros tenían algunos temores
fundados porque el Partido de los Trabajadores había llamado en sus
documentos básicos a interrumpir el pago de la deuda (hasta en tanto no
se auditase) y formuló una serie de planteamientos percibidos como
radicales e irresponsables por el sector financiero (escribí la historia
completa en el libro Lula, el PT y el Dilema de la Gobernabilidad).
López Obrador y su equipo han estado mucho más al
centro de lo que estuvo Lula y su partido en los años previos a la
elección presidencial de 2002. Su programa pone el acento en la
austeridad de una forma que lo acerca a la ortodoxia y establece un
compromiso claro de mantener el equilibrio macroeconómico, preservar la
autonomía del Banco de México, mantener un tipo de
cambio flexible, etc... Así se ha repetido hasta la náusea en múltiples
reuniones mantenidas por Urzúa, Romo, Esquivel, Mario Delgado y Graciela
Márquez con inversionistas nacionales y extranjeros.
Más allá de la incertidumbre normal que generan las negociaciones del TLC (para las que AMLO
ya considera a uno de los mejores negociadores mexicanos: Jesús Seade
Kuri), la economía mexicana no está sumida en una crisis como la que
atravesaba Brasil en 2001 o Argentina en 2003, ni enfrenta el
nerviosismo que quieren ver los detractores de AMLO. Es
bien sabido que la depreciación del tipo de cambio tiene que ver con el
contexto internacional porque otras monedas se han devaluado más que el
peso en los últimos meses.
Los inversionistas extranjeros no tienen mayor temor a López Obrador,
como puede leerse en diversos reportes de agencias calificadoras. Se
observa mucha más preocupación entre algunos inversionistas nacionales,
especialmente por prejuicios, razones ideológicas o incluso porque saben
que el combate contra la corrupción es un “generador de incertidumbre”,
como se reconoce en un reporte de Citibanamex. No existen grandes
elementos de incertidumbre financiera en el programa de López Obrador.
Además de ser un economista sólido y de formación ortodoxa –que no fundamentalista-, Carlos Urzúa
ya fue secretario de Finanzas de una de las ciudades más pobladas del
mundo. Allí bajó el monto de la deuda en términos reales; incrementó la
recaudación y promovió una política de austeridad en el gasto que
permitió generar grandes ahorros. Su gestión fue bien recibida por el
sector financiero internacional: Moody’s y Standard and Poor’s le otorgaron a la deuda de la ciudad la nota más alta en esos años, por ejemplo.
Hace tan solo unos días Enrique Quintana planteó: “¿Necesita AMLO a un secretario de Hacienda como Guillermo Ortiz o Santiago Levy para prevenir medidas que atenten contra la estabilidad económica? Francamente lo dudo”. Y señala: “López Obrador tendrá un
compás de espera por parte de los mercados financieros para observar lo
que su gobierno emprenda, independientemente de quién sea su secretario
de Hacienda”. Suscribo cada palabra.
Creer que solamente un representante de la élite económica que ha
gobernado este país bajo el fundamentalismo de mercado puede manejar la
economía con “responsabilidad”, es un prejuicio de enorme sesgo
conservador. Es además un error que la propia realidad desmiente, si nos
atenemos al crecimiento mediocre de los últimos 30 años y el altísimo
endeudamiento de las últimas administraciones.
@HernanGomezB
Investigador del Instituto Mora
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