Por desgracia, en el tercer y último debate de la campaña, que
incluía dos temas ambientales –el desarrollo sustentable y el cambio
climático– los candidatos prácticamente no lo discutieron y mucho menos
proporcionaron algún tipo de perspectiva histórica, ni en este ni en
ningún otro asunto.
Acerca del agua, el tema que aquí interesa, ellos podrían haber hecho
referencia al más reciente “Informe sobre el estado de los recursos
acuíferos mexicanos”, emitido por la Comisión Nacional del Agua
(Conagua), el cual señala que la disponibilidad del líquido por
habitante descendió de 18 mil 53 metros cuadrados en 1950 a 3 mil 692 en
2015. De aquéllos, el agua subterránea representa casi 40% de su uso
total. Y de ese 40%, 60% está contaminado, sobreexplotado o ambas cosas.
Pero incluso estas estadísticas conservadoras no transmiten la
tragedia humana subyacente. Entre tantos otros ejemplos está el de
María, una madre que vive en un barrio pobre de la Ciudad de México sin
agua corriente, quien para llenar las cubetas necesarias para el uso
doméstico básico depende de costosas entregas que llegan en pipas dos
veces por semana. O el de Gloria Villanueva Rodríguez, una mujer de
mediana edad, gravemente enferma a causa del agua subterránea
contaminada en Guanajuato. O los cientos y miles de personas en el
municipio jalisciense de El Salto, cerca de Guadalajara, muertas o
envenenadas porque las autoridades gubernamentales no hicieron nada para
impedir que los desechos industriales fueran arrojados en las aguas del
río Santiago.
La ironía es que la Constitución de 1917 inspiró algunas de las
mejores leyes del mundo sobre agua, que simplemente no se aplican a
causa de poderosos intereses económicos, mexicanos y estadunidenses,
profundamente involucrados en el suministro del líquido.
Éstos han paralizado las leyes y creado una crisis que amenaza el medio ambiente y la salud de todos los mexicanos.
Producto de la Revolución de 1910, la Constitución ordenó la
repartición y conservación del agua (y la tierra) para toda la
población. Puso bajo jurisdicción federal la mayoría de los recursos de
aguas superficiales para que el gobierno pudiera regularlos en todo el
país. En las décadas siguientes, la legislatura federal aprobó diversas
leyes nacionales sobre el agua e incluso enmendó la Constitución para
actualizar las regulaciones.
Sin embargo, históricamente las soluciones para el suministro del
agua han provenido de la tecnología y no de las leyes. Emulando a sus
contrapartes de Estados Unidos, especialmente en la década de 1930, los
ingenieros mexicanos comenzaron a construir miles de presas. Pero si
bien éstas conservan el agua para el consumo humano, también dañan los
frágiles ecosistemas ribereños y pueden ocasionar desplazamientos
humanos forzosos.
El gobierno mexicano entendía ese efecto negativo de las presas, pero
sus ingenieros estaban tan enamorados de la tecnología hidráulica
estadunidense que hicieron muy poco para cambiar el rumbo. Ese fue el
caso de Marte R. Gómez, secretario de Agricultura de 1940 a 1946, quien
ayudó a introducir la Revolución Verde: la adopción de semillas híbridas
estadunidenses de mayor rendimiento, junto con el uso de pesticidas y
fertilizantes químicos.
Gómez llamó a estos cambios la “modernización” de la agricultura
mexicana. Pero ésta dependía de un ingrediente esencial: el agua, y
pronto fue claro que represar los ríos no era suficiente. Entonces Gómez
instó a los agricultores mexicanos a que bombearan profusamente el agua
subterránea, pese a que él y otros ingenieros sabían que, a largo
plazo, esto traería consecuencias perjudiciales al medio ambiente y la
salud pública.
El rápido crecimiento de la economía y la población crearon una casi
insaciable demanda de agua, por lo que el gobierno mexicano optó por no
ejercer su autoridad para regular el consumo. Y eso no fue todo. Algunos
ingenieros tenían intereses comerciales personales en las mismas
industrias que debían regular (el proverbial zorro que cuida el
gallinero). Gómez, por ejemplo, cuando era secretario de Agricultura
trabajó discretamente para fundar su propia fábrica de bombas de agua
subterránea, Worthington de México, subsidiaria de la multinacional con
sede en Nueva York.
Cuando Gómez dejó el cargo en 1946, la sede de Worthington presionó
al gobierno estadunidense para que otorgara préstamos de bajo interés a
su filial mexicana y el gobierno de México también contribuyó con varios
incentivos financieros. Gracias a ello, durante décadas Gómez se
benefició del mismo uso excesivo del agua subterránea que él aprobó como
secretario de Agricultura.
Durante largo tiempo la crisis del agua ha afectado a millones de
mexicanos. A causa de esta historia, pero también a pesar de ella, hoy
día la mayoría de los proyectos de desarrollo que afectan las
principales fuentes de agua enfrentan una oposición mucho mayor que
antes. Y aunque a menudo no puede detener del todo los proyectos, esa
persistente oposición implica costosas demoras para el gobierno y los
contratistas privados.
Un buen ejemplo es el Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México.
Enrique Peña Nieto ha invertido miles de millones de dólares de fondos
públicos en él, pese a las preocupaciones sobre su impacto ambiental, en
especial en las comunidades cercanas. Incluso Andrés Manuel López
Obrador, en su carta enviada a El Financiero
el 4 de abril, en la cual defendió su programa económico, anunció que
no cancelaría el aeropuerto como había prometido, sino que lo revisaría
cuidadosamente.
Es revelador que no mencionara en absoluto el agua en relación con el aeropuerto, ni ningún otro problema ambiental.
Al menos en el último debate abordó algunos de estos temas (porque se
le preguntó al respecto), pero su única referencia específica al agua
fue decir que México tiene mucha en el campo, que debería convertirse en
“una fábrica” y rehabilitar la hidroelectricidad, a la que llamó
“energía limpia” a pesar del bien sabido daño ambiental que causan las
presas y la gran cantidad de metano que emiten sus embalses.
Esto no significa que los otros presidenciables lo hayan hecho mejor.
José Antonio Meade, del PRI, sólo se refirió vagamente a los trabajos
de drenaje, y el Bronco a la necesidad de tratar toda el agua
en México, pero ninguno lo relacionó con el tema de la salud, a cuya
discusión los candidatos dedicaron más tiempo que al desarrollo
sustentable y al cambio climático juntos. De hecho, en estos dos últimos
temas sólo se utilizaron alrededor de 10 minutos de los 137 que duró el
debate, ¡y del agua específicamente sólo hablaron tal vez dos minutos
como máximo!
Ya que apenas mencionaron la crisis del agua y ni siquiera la
llamaron así pese a que está plagada de corrupción y afecta en gran
medida la salud pública, la planificación económica y la inversión,
esperemos que los candidatos se involucren en el asunto de manera más
profunda en esta última semana de campaña. De lo contrario, devaluarán
el tratamiento del agua como un tema clave y, por lo tanto, lo
empeorarán.
…
*Profesor de historia en la Universidad de Stanford, autor de Watering the Revolution: An Environmental and Technological History of Agrarian Reform in Mexico. Twitter: Handle @Mikaeloup
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