Estas preguntas podrían parecer superfluas, puesto que López Obrador
se muestra como el candidato presidencial más respaldado de los últimos
años. Sin embargo, vale la pena reflexionar sobre el fenómeno del odio
debido a las múltiples conexiones que establece con la problemática de
la intolerancia social y la pluralidad política.
Sabemos que las descalificaciones a los adversarios políticos se
fundamentan en una razón eminentemente pragmática: éstos intentan a toda
costa conservar los privilegios que ofrece el poder. Las respuestas de
odio, en este sentido, deben comprenderse como estrategias de
afrontamiento muy rudimentarias –casi instintivas– que se manifiestan y
emergen cuando los argumentos resultan insuficientes.
Pero más allá de esta aproximación eminentemente práctica, existen
ciertos indicadores psicológicos que pueden dar cuenta no sólo de las
razones del odio político, el encono y el desprecio clasista que se
experimenta hacia la figura de AMLO, sino también de los afectos
positivos que el candidato evoca. Y estos indicadores pueden articularse
en una frase sencilla pero incuestionable desde una perspectiva
psicosocial: antes que nada, López Obrador es un candidato que moviliza
afectos y emociones.
Gracias a Paul Ekman sabemos que en los periodos de crisis –sean
personales, grupales, colectivos o sociales– las emociones básicas son
las que emergen de manera inmediata en cada uno: miedo, enojo, asco,
tristeza, sorpresa o alegría. Andrew Ortony, Gerald Clore y Allan
Collins, por su parte, han sugerido que las creencias son condiciones
previas para la configuración de determinadas emociones. En las campañas
políticas, las pasiones afloran en función de las cogniciones y de los
intereses políticos.
López Obrador ha desencadenado múltiples emociones en la ciudadanía a
lo largo de los últimos años. Y en cualquier tipo de elección, tocar
las fibras afectivas de los votantes –tanto negativas como positivas–
representa una tarea fundamental e imprescindible en las aspiraciones de
todo candidato. En este sentido, AMLO ha generado odios y amores, pero
nunca indiferencia. Y eso lo ha posicionado –junto a la aceptación del
grueso de sus propuestas– como el candidato más fuerte de la contienda
presidencial.
En el caso particular del odio a López Obrador, las raíces más claras
se ubican en la intolerancia y en el miedo hacia lo que él simboliza;
es decir, la posibilidad de un cambio social. Este tipo de sectarismo
político puede deberse a prejuicios enraizados en lo más profundo de
nuestra historia y en nuestra incipiente cultura democrática. Hernán
Gómez Barrera ha señalado acertadamente que antes que una postura
razonada, detrás de la pejefobia y del odio político se ubica un
sentimiento irracional de exaltado desprecio.
El odio, como sabemos, descalifica explícitamente al otro.
Más que de la sociedad en general, los sentimientos negativos hacia
López Obrador se han promovido principalmente desde el poder político y
económico. Felipe Calderón, por ejemplo, lo ha llamado “mezquino”, y
Vicente Fox lo tuiteó como “uleroooo” y “Lopitoz”. Sin ser psiquiatra,
Miguel Ángel Yunes se puso la bata blanca y lo diagnosticó con “un
severo desequilibrio mental”. Y lo más extremo: al periodista Ricardo
Alemán le pareció gracioso retuitear un mensaje en el que se sugería
asesinar al candidato, sin duda la máxima expresión de odio formulada
durante esta contienda electoral. Las descalificaciones de odio hacia
sus seguidores llevan la misma línea: pejezombies, perrada, pejechairos,
nacos…
Jaime Pérez Dávila –académico de la FES Acatlán– aventura que los
amlofóbicos en el fondo se proyectan a sí mismos. Quizá tenga razón: la
proyección es un proceso psicológico que opera cotidianamente en todos
nosotros: lo que odiamos se ajusta probablemente a una parte de lo que
somos o deseamos.
Pero más allá de esta hipótesis proyectiva, lo evidente es que el
odio representa uno de los últimos eslabones de una larga y compleja
cadena emocional: el miedo promueve enojo, el enojo conduce a la ira y
está desemboca en odio. Como podrá notarse, del “peligro para México”
(miedo), se pasó a las descalificaciones clasistas (enojo e ira), y esto
desembocó en las sugerencias de muerte, el último eslabón de una
tenebrosa cadena psicopolítica.
En estas elecciones intervendrán múltiples factores que harán
comprensible su desenlace, pero el factor psicoemocional será vital. El
termómetro afectivo del país está en su máxima expresión y, sin duda
–como en ninguna otra experiencia reciente–, dejará su huella en los
próximos resultados. El hartazgo social, el enojo, la ira, el miedo, el
odio, pero también la alegría y la esperanza, serán los protagonistas de
esta nueva historia. l
*Doctor en psicología y profesor de la Facultad de Psicología de la UNAM. Coordinador del Centro de Documentación de Proceso.
Este análisis se publicó el 24 de junio de 2018 en la edición 2173 de la revista Proceso.
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