Editorial La Jornada
Un estudio de la
Organización Mundial de la Salud (OMS) revela que cada año se documentan
en el mundo 300 mil nuevos casos de cáncer en niños, con una incidencia
más marcada entre el grupo de 4 y 9 años de edad, así como una
diversidad de tipos: desde la leucemia hasta el cáncer cerebral, el
linfoma y tumores sólidos como el de Wilms y el neuroblastoma.
Por si esas cifras no fueran ya de por sí preocupantes, hay otras que
refieren la tremenda desigualdad imperante en el planeta: mientras
entre 80 y 90 por ciento de los niños afectados de cáncer logran
sobrevivir en los países desarrollados, en las economías emergentes y
pobres la tasa de curación es de apenas 20 por ciento.
En el documento se informa que la mayoría de los afectados pueden
superar el cáncer con medicamentos genéricos y tratamientos como la
cirugía y la radioterapia, y es posible mejorar su calidad de vida con
un diagnóstico temprano y un tratamiento oportuno. Es decir, este
padecimiento confirma con crudeza el exasperante aserto de que la
pobreza mata.
Respecto de la situación en México, el responsable de la Clínica de
Linfomas del Centro Médico Nacional 20 de Noviembre, Eduardo Jorge Baños
Rodríguez, informó que en nuestro país se detectan cada año entre 5 y 6
mil nuevos casos de cáncer infantil; de éstos, alrededor de 90 son
atendidos en el Instituto de Seguridad y Servicios Sociales de los
Trabajadores del Estado (Issste), el cual ha logrado aumentar en 65 por
ciento la supervivencia de los menores afectados, proporción que en la
media nacional es de entre 50 y 57 por ciento. A decir del funcionario,
70 por ciento de los pacientes son diagnosticados ya en estados
avanzados.
Si se considera que el grupo de población hasta de 9 años totaliza
casi 45 millones de personas, y de ellas 26 millones 500 mil (cerca de
60 por ciento) no contaban con ningún tipo de seguridad social (cifras a
2018 del Consejo Nacional de Población), es fácil entender el terrible
vacío que ha existido en el sistema de salud del país, que afecta a
grandes sectores de población de todas las edades, incluidos los niños y
adolescentes.
Esta carencia puede considerarse una de las razones por las cuales el
índice nacional de sobrevida de menores con cáncer está tan lejos de la
cifra correspondiente en los países desarrollados. En el problema del
cáncer infantil es particularmente desolador el abandono del Estado de
su obligación constitucional como garante del derecho a la salud, un
abandono cuyos efectos han sido atenuados por el surgimiento de
numerosas asociaciones de beneficencia privada dedicadas a atender el
padecimiento, algunas de las cuales han tenido, sin duda, un desempeño
intachable y resultados sobresalientes.
Sin embargo, entre la abdicación de los deberes del sector público y
la proliferación de entidades no gubernamentales se establece un círculo
vicioso y pernicioso, en la medida en que mientras mayor es el número y
la presencia de organismos caritativos, más grande ha sido el margen
para las actitudes y prácticas omisas por parte de las instituciones
públicas. De esta forma, los niños enfermos de familias de bajos
recursos han visto su derecho a la salud reducido a las posibilidades de
cobertura y a las condiciones de asociaciones particulares.
Cabe esperar que la instauración del Instituto de Salud para el
Bienestar introduzca un cambio radical en este panorama, que muy pronto
la nación sea capaz de ofrecer detección y tratamiento a todos los
menores afectados de cáncer con sistematicidad y cobertura que las
instituciones privadas no pueden alcanzar, por meritorias y abnegadas
que sean.
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