2/22/2020

Tiempo de cosecha



Carolina Vazquez Araya

La infancia de una niña está cargada de amenazas disfrazadas de buenas intenciones.

Eran los mejores tiempos, cuando en casa se organizaban fiestas en donde acudía lo más selecto del periodismo y la política.  Era cuando nos vestían con las mejores galas para no desentonar entre los elegantes invitados antes de enviarnos a dormir. Quizá tendría apenas 4 o 5 años pero recuerdo con absoluta claridad la experiencia de la atención de algunos invitados que me levantaban en sus brazos y con tono medio jocoso reclamaban a mi padre: “Me la vas a reservar para cuando sea más grandecita”, aprovechando para estamparme un beso húmedo en la mejilla. Así también con los tíos y el abuelo, quienes no dudaban en hacer uso de su autoridad familiar para sentarnos en sus rodillas y hacer ese mismo tipo de comentarios, aun contra nuestra voluntad.
Revolviendo recuerdos, aparecen otros de años después en las clases de religión en el colegio de niñas en donde estudiábamos mi hermana mayor y yo. Las clases eran impartidas por un sacerdote católico muy respetado en la comunidad, quien se solazaba mirando las piernas de sus alumnas; estas, conocedoras de las costumbres del profesor, solían burlarse abiertamente de sus debilidades. Al reclamar este comportamiento ante la dirección del colegio, desaparecieron como por encanto tanto el profesor como las clases de religión. Esto demuestra que existe una pedofilia de baja intensidad como parte del comportamiento social, la cual es considerada algo natural e inofensivo. Sin embargo, el hecho de que yo recuerde con prístina claridad esos episodios indica cuánto impacto producen en una niña las actitudes sexuales de los adultos.
Más de alguien podría creer que estas son experiencias poco comunes para la mayoría. Sin embargo, en la vida de las niñas abunda esta clase de acercamientos físicos como una manifestación temprana de una sexualidad que no se corresponde con la etapa de desarrollo infantil. En ellos se pone en evidencia el desequilibrio de poderes, dado que una niña en sus primeros años es incapaz de hacer valer su voluntad y, por ende, el respeto por su espacio personal. Esta última consideración pasa inadvertida aun para los padres más atentos al cuidado de sus hijas, debido a la visión patriarcal predominante en nuestras sociedades.
En la mente de muchos adultos existe la idea de que una niña es un fruto en etapa de desarrollo y algún día, no muy lejano, vendrá el tiempo de cosecharlo. Es decir, es un ser supuesto a ser aprovechado por otros para su disfrute personal. No se la aprecia como un ser completo, sujeta de derechos inalienables, ni como objeto de respeto por su integridad física y psicológica. En otras palabras, desde la infancia se produce un proceso de alienación capaz de privarlas de uno de los aspectos más importantes para el desarrollo de un ser humano: la libertad personal. Comprender este fenómeno puede abrir la puerta hacia una comprensión más racional de cómo los estereotipos de género golpean de manera brutal el desarrollo de uno de los segmentos más sensibles de la población.
El nacimiento de una niña se suele considerar un acontecimiento de menor importancia que el de un varón. Desde ahí se va imponiendo un marco lleno de restricciones y valores diseñados para colocarla en un peldaño inferior de la escala social. La revisión profunda de este sistema es una condición esencial para alcanzar un equilibrio justo en la reestructuración de nuestras comunidades, eliminando de manera radical los comportamientos que causan daños profundos y duraderos en la psiquis de este sector de vital importancia para la cultura y el desarrollo de la Humanidad.

Es preciso reflexionar sobre el daño provocado por costumbres atávicas.


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