Carolina Vazquez Araya
La infancia de una niña está cargada de amenazas disfrazadas de buenas intenciones.
Eran los mejores tiempos, cuando en casa se organizaban fiestas en
donde acudía lo más selecto del periodismo y la política. Era cuando
nos vestían con las mejores galas para no desentonar entre los elegantes
invitados antes de enviarnos a dormir. Quizá tendría apenas 4 o 5 años
pero recuerdo con absoluta claridad la experiencia de la atención de
algunos invitados que me levantaban en sus brazos y con tono medio
jocoso reclamaban a mi padre: “Me la vas a reservar para cuando sea más
grandecita”, aprovechando para estamparme un beso húmedo en la mejilla.
Así también con los tíos y el abuelo, quienes no dudaban en hacer uso de
su autoridad familiar para sentarnos en sus rodillas y hacer ese mismo
tipo de comentarios, aun contra nuestra voluntad.
Revolviendo recuerdos, aparecen otros de años después en las clases
de religión en el colegio de niñas en donde estudiábamos mi hermana
mayor y yo. Las clases eran impartidas por un sacerdote católico muy
respetado en la comunidad, quien se solazaba mirando las piernas de sus
alumnas; estas, conocedoras de las costumbres del profesor, solían
burlarse abiertamente de sus debilidades. Al reclamar este
comportamiento ante la dirección del colegio, desaparecieron como por
encanto tanto el profesor como las clases de religión. Esto demuestra
que existe una pedofilia de baja intensidad como parte del
comportamiento social, la cual es considerada algo natural e inofensivo.
Sin embargo, el hecho de que yo recuerde con prístina claridad esos
episodios indica cuánto impacto producen en una niña las actitudes
sexuales de los adultos.
Más de alguien podría creer que estas son experiencias poco comunes
para la mayoría. Sin embargo, en la vida de las niñas abunda esta clase
de acercamientos físicos como una manifestación temprana de una
sexualidad que no se corresponde con la etapa de desarrollo infantil. En
ellos se pone en evidencia el desequilibrio de poderes, dado que una
niña en sus primeros años es incapaz de hacer valer su voluntad y, por
ende, el respeto por su espacio personal. Esta última consideración pasa
inadvertida aun para los padres más atentos al cuidado de sus hijas,
debido a la visión patriarcal predominante en nuestras sociedades.
En la mente de muchos adultos existe la idea de que una niña es un
fruto en etapa de desarrollo y algún día, no muy lejano, vendrá el
tiempo de cosecharlo. Es decir, es un ser supuesto a ser aprovechado por
otros para su disfrute personal. No se la aprecia como un ser completo,
sujeta de derechos inalienables, ni como objeto de respeto por su
integridad física y psicológica. En otras palabras, desde la infancia se
produce un proceso de alienación capaz de privarlas de uno de los
aspectos más importantes para el desarrollo de un ser humano: la
libertad personal. Comprender este fenómeno puede abrir la puerta hacia
una comprensión más racional de cómo los estereotipos de género golpean
de manera brutal el desarrollo de uno de los segmentos más sensibles de
la población.
El nacimiento de una niña se suele considerar un acontecimiento de
menor importancia que el de un varón. Desde ahí se va imponiendo un
marco lleno de restricciones y valores diseñados para colocarla en un
peldaño inferior de la escala social. La revisión profunda de este
sistema es una condición esencial para alcanzar un equilibrio justo en
la reestructuración de nuestras comunidades, eliminando de manera
radical los comportamientos que causan daños profundos y duraderos en la
psiquis de este sector de vital importancia para la cultura y el
desarrollo de la Humanidad.
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