Porfirio Muñoz Ledo
El Estado fallido es la suma y consecuencia de las inconsistencias del aparato político y las flaquezas de los gobernantes. Las indignaciones cívicas que alimentan el acontecer cotidiano lo documentan: un día la seguridad fallida, otro la justicia fallida, siempre la educación fallida y ahora la diplomacia fallida. En el trasfondo, la incapacidad regulatoria de los poderes públicos. La disputa protagonizada por los grandes monstruos de las telecomunicaciones mexicanas hace prueba plena de la inexistencia de autoridad jurídica y política del Estado para conducir y arbitrar cuestiones de alto interés nacional. Ejemplifica la ley de la selva y exhibe la patología extrema en que desembocó el ciclo neoliberal, edificado sobre inmensos monopolios y contrario al libre mercado que decía promover. Durante décadas el desarrollo industrial del país descansó en una estrategia pública de concertación y fomento, impulso a la infraestructura, instituciones crediticias, formación de cuadros, ampliación del mercado interno, sustitución de importaciones y aprovechamiento de los recursos naturales para la economía interna. El capitalismo fue la obra póstuma de la Revolución, hasta que los propietarios decidieron en los años 70 quedarse con el poder por sus propios medios. Tras del auge ficticio de la sobreexplotación petrolera y la pésima gestión de la crisis de la deuda externa, el gobierno se lanzó en dos pendientes suicidas: la dependencia del capital financiero internacional y la sumisión a Estados Unidos, tanto como los privilegios abusivos a los grupos monopólicos surgidos de las privatizaciones. Transitamos de una política de consensos nacionales a otra de contubernios público-privados. Coincidió con nuestra errática transición política y con la defraudación masiva del sufragio público. Salinas tejió una urdimbre de intereses para ser administrados desde el exterior del Estado y estableció un pacto bipartidista para regentearlos. En su fase catastrófica, este amasijo llamado “la mafia” colocó a Calderón en la silla presidencial para valerse de su precaria autoridad. La impotencia presidencial es así el fruto podrido de su ilegitimidad. El enfrentamiento de los mastodontes es una batalla por la hegemonía empresarial muy por encima de la autoridad pública. Encierra también la capacidad omnímoda para decidir sobre los titulares formales del poder y agrupar a los satélites privados cuyo pulmón comercial son las telecomunicaciones. La lucha es entre las tres más grandes fortunas de México pero arrastra en su gravitación a todas las demás. El avance científico a veces genera las guerras y con frecuencia las define. En este caso la convergencia tecnológica ha borrado las fronteras entre las industrias de la telefonía y la televisión, dando origen a una mutua invasión de territorios: mientras el duopolio televisivo pretende hacer triple play, Telmex sólo se conforma con el home run. Eso es lo que en México queda de la planeación estratégica del futuro nacional. Carlos Slim, aficionado a la fraseología, ha publicitado la frase “libertad de presión”, en reemplazo de la libertad de expresión. Lo que vale para todos, menos para el Estado, que funge como Tancredo de la historia. Es claro que el país está a la deriva, entre el intervencionismo estadounidense sin tapujos, el imperio territorial del crimen organizado, el desamparo social y la prepotencia de los únicos beneficiarios de nuestra decadencia. Semejante despliegue de poderes fácticos no deja espacio para las combinaciones políticas tradicionales. La discusión sobre las alianzas electorales se antoja bizantina y sólo abona el descrédito de una clase política trepadora y sometida. Resulta evidente que no podríamos recuperar el señorío sobre nuestro destino sino mediante un profundo movimiento de regeneración nacional. El Congreso tiene en sus manos un proyecto de reformas constitucionales sobre Radio, Televisión y Telecomunicaciones que podría ser el principio de la reconstrucción institucional. Urge una autoridad autónoma en la materia, capaz de dirimir conflictos, democratizar los medios y hacer prevalecer los derechos ciudadanos. Ése es el corazón del debate y de la responsabilidad legislativa. Diputado federal del Partido del Trabajo
El Estado fallido es la suma y consecuencia de las inconsistencias del aparato político y las flaquezas de los gobernantes. Las indignaciones cívicas que alimentan el acontecer cotidiano lo documentan: un día la seguridad fallida, otro la justicia fallida, siempre la educación fallida y ahora la diplomacia fallida. En el trasfondo, la incapacidad regulatoria de los poderes públicos. La disputa protagonizada por los grandes monstruos de las telecomunicaciones mexicanas hace prueba plena de la inexistencia de autoridad jurídica y política del Estado para conducir y arbitrar cuestiones de alto interés nacional. Ejemplifica la ley de la selva y exhibe la patología extrema en que desembocó el ciclo neoliberal, edificado sobre inmensos monopolios y contrario al libre mercado que decía promover. Durante décadas el desarrollo industrial del país descansó en una estrategia pública de concertación y fomento, impulso a la infraestructura, instituciones crediticias, formación de cuadros, ampliación del mercado interno, sustitución de importaciones y aprovechamiento de los recursos naturales para la economía interna. El capitalismo fue la obra póstuma de la Revolución, hasta que los propietarios decidieron en los años 70 quedarse con el poder por sus propios medios. Tras del auge ficticio de la sobreexplotación petrolera y la pésima gestión de la crisis de la deuda externa, el gobierno se lanzó en dos pendientes suicidas: la dependencia del capital financiero internacional y la sumisión a Estados Unidos, tanto como los privilegios abusivos a los grupos monopólicos surgidos de las privatizaciones. Transitamos de una política de consensos nacionales a otra de contubernios público-privados. Coincidió con nuestra errática transición política y con la defraudación masiva del sufragio público. Salinas tejió una urdimbre de intereses para ser administrados desde el exterior del Estado y estableció un pacto bipartidista para regentearlos. En su fase catastrófica, este amasijo llamado “la mafia” colocó a Calderón en la silla presidencial para valerse de su precaria autoridad. La impotencia presidencial es así el fruto podrido de su ilegitimidad. El enfrentamiento de los mastodontes es una batalla por la hegemonía empresarial muy por encima de la autoridad pública. Encierra también la capacidad omnímoda para decidir sobre los titulares formales del poder y agrupar a los satélites privados cuyo pulmón comercial son las telecomunicaciones. La lucha es entre las tres más grandes fortunas de México pero arrastra en su gravitación a todas las demás. El avance científico a veces genera las guerras y con frecuencia las define. En este caso la convergencia tecnológica ha borrado las fronteras entre las industrias de la telefonía y la televisión, dando origen a una mutua invasión de territorios: mientras el duopolio televisivo pretende hacer triple play, Telmex sólo se conforma con el home run. Eso es lo que en México queda de la planeación estratégica del futuro nacional. Carlos Slim, aficionado a la fraseología, ha publicitado la frase “libertad de presión”, en reemplazo de la libertad de expresión. Lo que vale para todos, menos para el Estado, que funge como Tancredo de la historia. Es claro que el país está a la deriva, entre el intervencionismo estadounidense sin tapujos, el imperio territorial del crimen organizado, el desamparo social y la prepotencia de los únicos beneficiarios de nuestra decadencia. Semejante despliegue de poderes fácticos no deja espacio para las combinaciones políticas tradicionales. La discusión sobre las alianzas electorales se antoja bizantina y sólo abona el descrédito de una clase política trepadora y sometida. Resulta evidente que no podríamos recuperar el señorío sobre nuestro destino sino mediante un profundo movimiento de regeneración nacional. El Congreso tiene en sus manos un proyecto de reformas constitucionales sobre Radio, Televisión y Telecomunicaciones que podría ser el principio de la reconstrucción institucional. Urge una autoridad autónoma en la materia, capaz de dirimir conflictos, democratizar los medios y hacer prevalecer los derechos ciudadanos. Ése es el corazón del debate y de la responsabilidad legislativa. Diputado federal del Partido del Trabajo
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