forma de sery de actuar. Producen rechazo y encono. Dañan poco y se les puede ignorar. Ignorarlos es una vía para disminuirlos.
Los hipócritas suelen dañar. Cuando la hipocresía se contagia y adquiere el visto bueno de la sociedad o la aprobación de los políticos como uno de sus ejes de acción las mermas pueden ser enormes. Buena parte de lo que sucede en el mundo contemporáneo tiene que ver con el hábito de la hipocresía política, que además de hábito es escuela. Hace algunos años gasté una broma, la cual, probablemente, dentro de poco tiempo dejará de serlo; postulé, arropado por ironía y sorna la siguiente idea: en el futuro la ciencia codificará los genes que determinan cierta proclividad hacia la corrupción o la impunidad. Ahora agrego al menú de los genetistas un nuevo reto: ¿podrán aislar el gen vinculado con la hipocresía?
Quizás en algunos años los genetistas determinarán con exactitud quiénes padecerán y a qué edad enfermedades neurodegenerativas; describirán, probablemente, quiénes podrán, dependiendo de su carga genética, ser suficientemente hipócritas (e impunes y corruptos y asesinos y mentirosos y ladrones y un gran etcétera) para ejercer el oficio de la política.
Al reflexionar sobre el festín de la hipocresía pocos escenarios, o quizás ninguno, como el que sostienen los políticos todos los días, en todas las latitudes, en todos los idiomas, en todos los tiempos. La esencia de ese ideario se resume en una frase de Timothy Garton Ash: Haz lo que decimos, no lo que hacemos
. ¿Es posible ejercer la política de otra forma? Es posible, pero es infrecuente. Ejemplos acerca de la hipocresía como parte fundamental del quehacer político sobran, algunos muy nauseabundos, otros menos nauseabundos, todos abominables. Muchos en casa, otros lejos de casa, la mayoría protagonizados por políticos (imposible no abrir este paréntesis: el maridaje entre PAN y PRD, elocuente ejemplo de hipocresía, deberá ser motivo de muchas reflexiones y razón de estudio siquiátrico).
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