Calderón y Vargas Llosa. Elogios.
Álvaro Delgado
MÉXICO, D.F., 7 de marzo (apro).- Omiso del portento de su obra literaria, pero elogioso de una ideología compartida, Felipe Calderón impuso la orden mexicana del Aguila Azteca, en grado de insignia, al escritor peruano-español Mario Vargas Llosa por su valentía para defender los valores de la libertad y la democracia.
“Ha señalado con claridad su convicción de amar tanto la libertad y odiar tanto toda forma de autoritarismo o de dictadura”, disertó Calderón en la ceremonia en la que entregó la presea al Premio Nobel de Literatura 2010 quien, en 1990, definió de “dictadura perfecta” a los gobiernos priistas.
Un admirador auténtico del Nobel no podría desaprovechar una charla con él, sentado a su lado, en una cena de dos horas.
Pero eso fue lo que ocurrió con Calderón.
El sábado 6, tras la escenificación en el Palacio de Bellas Artes de “Las mil noches y una noche”, obra de la autoría de Vargas Llosa y en la que actúa, ambos se sentaron juntos en la mesa de honor, pero Calderón enmudeció.
Durante toda la velada, amenizada por Tania Libertad --que interpretó el mejor repertorio de Chabuca Granda--, Vargas Llosa charlaba con su esposa y Calderón, a veces, con la suya.
A menudo ensimismado, sentado a la misma mesa que la escritora Angeles Mastretta, el empresario Juan Antonio Pérez Simón y su esposa Margarita Zavala, Calderón tuvo dos horas a su derecha a Vargas Llosa y se entretenía oyendo la música y bebiendo agua.
Jamás se entabló un diálogo entre el genio y quien se ostenta como jefe de Estado. No se tradujo en preguntas la fascinación de lector al escritor monumental. Nada.
En unos segundos preciosos con él, cuando Calderón se había marchado, pregunté a Vargas Llosa por qué no se dio el milagro de la comunicación y justificó, con la diplomacia del galardonado, que un día antes había tenido ocasión de platicar con él.
--Pero ahora, en la mesa.
--Ahora era muy difícil --disculpó el Nobel--, porque estábamos oyendo música, pero ayer sí conversé un poco con él.
La estampa me trajo a la mente una historia que le contó Carlos Castillo Peraza a Julio Scherer García, que la reprodujo en su libro La pareja, publicado en 2005:
“Vicente Fox admiraba a Lech Walesa. Ambos eran anticomunistas y ambos eran seguidores de Juan Pablo II. En Polonia, Walesa había arrojado a los rojos del poder y en México Fox haría lo propio con los corruptos del PRI. Walesa no tenía fortuna, Fox tampoco. Ambos eran trabajadores y ambos disfrutaban de una vida limpia. Era tiempo de campaña, la lucha por los votos”.
El periodista dice que Fox invitó a Walesa a México y comió en el rancho San Cristóbal, en una reunión a la que asistió Castillo Peraza, junto con sus dos hijos, quien había conocido al líder polaco en los astilleros donde fundó el sindicato solidaridad.
Scherer García cita a Castillo Peraza:
“En la comida yo invitaba a Fox a la conversación, pero nada decía el dueño del rancho. A mi pesar y supongo que también el pesar de Walesa, la posible charla entre los tres se hizo diálogo. Sólo Walesa y yo platicábamos. De él, me impresionó el tamaño de sus manos, el rostro duro, cuadrado. Agradecía las atenciones que se le tributaban con una sonrisa íntima, la del hombre introvertido que se anima a la naturalidad. Esa larga y entrañable tarde me sorprendió que Vicente Fox no tuviera algo que preguntarle al hombre que admiraba como a un ídolo y al que había traído desde Polonia a su casa de Guanajuato.”
Comentarios: delgado@proceso.com.mx
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