Al cabo de seis años de trabajar aquí he cubierto los tres turnos. Me he dado cuenta de que las personas que llaman durante la mañana o por la tarde son diferentes a quienes se comunican por la noche. Bajo la oscuridad las voces y hasta el timbre del teléfono suenan de otro modo. Mis compañeros lo atribuyen a que después de las 11 baja el tráfico y no hay un alma en la calle. Es verdad, pero de todas formas las llamadas nocturnas me ponen en tensión, quizá porque me temo oír de nuevo la voz de Ezequiel.
II
Entré en contacto con él de una manera inesperada. Una noche sonó el teléfono. Sergio, mi compañero de turno, levantó la bocina. Al cabo de unos segundos de no obtener respuesta Sergio colgó. Se volvió a mirarme fastidiado y maldijo. Lo hace cuando llama algún ocioso de los que se echan a reír, hacen ruidos feos o se quedan callados disfrutando de la inquietud que provocan con sus llamaditas silentes.
A los cinco minutos volvimos a oír el teléfono y me apresuré a contestarlo: Farmacia Familiar, diga usted
. Sólo escuché una respiración muy agitada. ¡Cerdo!
, dije, y colgué dando por hecho que estaba haciendo las llamadas un maniático. Abundan. Por fortuna los tengo bien fichados y antes de que empiecen con sus porquerías interrumpo la comunicación.
Por tercera vez sonó el teléfono. Sergio y yo pensamos que se trataba del mismo impertinente y decidimos ignorarlo hasta que se hartara de molestarnos. La insistencia del timbre me irritó. Malhumorada, descolgué para poner al latoso en su lugar. Antes de que pudiera hacerlo se me adelantó la voz de un niño pidiendo un analgésico. ¿Infantil o para adulto?
Para mí
.
Debí conformarme con esa respuesta en vez de preguntarle qué le dolía. La cabeza
, me respondió como si no estuviera seguro. Temí que el niño pudiera hacer mal uso del medicamento y quise hablar con su madre. No está. Se fue a su trabajo
. Entonces pásame con alguna otra persona
. Estoy solo
.
Pensé en que por fortuna mi hijo Lázaro a esas mismas horas estaba durmiendo acompañado por su padre. Aun así, cuando me toca el horario de la noche tengo la sensación de que Lázaro se siente abandonado. La idea me angustia de una manera terrible. A veces he tenido el deseo de llamarlo a deshoras sólo para repetirle cuánto lo quiero.
Supuse que tal vez la madre del niño desconocido estuviera pasando por la misma intranquilidad y le dije:
–No hay nadie en tu casa, pero eso no quiere decir que estés solo. De seguro tu mamá está pensando en ti. ¿Cómo te llamas?
–Ezequiel –respondió en un tono más sereno y aproveché para salir de dudas.
–A ver, dime, ¿fuiste tú quien llamó en las dos ocasiones anteriores?
–Ajá.
–¿Cómo conseguiste nuestro teléfono?
–Venía en un anuncio que nos dejaron por debajo de la puerta.
–¿Y por qué no contestaste?
–Me dio miedo.
–Lo bueno es que al fin se te quitó y pudiste hacer el pedido. Te voy a mandar la medicina. ¿Quién te dijo que podías tomarla?
–Nadie. Es la que usa mi mamá cuando le duele mucho algo.
–Bueno, con que tomes una pastilla y duermas te sentirás muy bien mañana cuando vayas a la escuela. ¿En qué año vas?
–En segundo, pero debería ir en tercero.
–¿Por qué perdiste un año?
–No sé. Creo que por burro.
–No te digas tan feo.
–No soy yo. Fueron mis compañeros. Así me decían siempre.
–Pues eso estuvo muy mal. Debiste acusarlos con la directora.
–No pude porque ellos me advirtieron que si lo hacía me iban a matar.
–¿Y tú les creíste?
Ezequiel colgó sin responderme y sin haberme dado su dirección. Sergio me reprochó que hubiera perdido tanto tiempo conversando con un niño que sólo quería hacerse el interesante o tener con quien hablar. Esto ocurre cada vez con más frecuencia, lo que me lleva a imaginar la cantidad de personas que sólo están enfermas de soledad.
III
De ser verdad las suposiciones de Sergio, Ezequiel no volvería a comunicarse a la farmacia. Sin embargo, lo hizo dos noches después. Era domingo. En cuanto descolgué el teléfono se identificó. En tono de burla le pregunté si aún le dolía la cabeza. No me dijo nada. Con el mejor tono del mundo le pedí que por favor no volviera a llamarnos sin motivo. Al hacerlo ocupaba una línea que otras personas necesitan porque en realidad están enfermas. Temí haber sido muy cortante y, peor aun, injusta:
–Oye, si de verdad necesitas las pastillas, te las mando. Dame tu dirección –en vez de contestarme preguntó mi nombre. Se lo dije. Lo repitió despacio, como si estuviera escribiéndolo con dificultad–, van a ser 77.90. ¿Tienes?
–Sí. Mi mamá me dejó dinero. Me advirtió que debe durarme hasta que ella vuelva.
–¿Y cuándo será eso?
–No me dijo.
–Pero tú sabes muy bien a qué horas regresa ella de su trabajo.
–Eso sí, pero no sé cuando se va porque está enojada conmigo. Entonces me dice que no quiere verme y que la tengo tan harta que a lo mejor ni vuelve.
–¿Se ha ido en esa forma muchas veces?
–Pues sí, pero esta vez no se llevó las llaves.
–Se le habrán olvidado. No te preocupes. A ver, dime, ¿cuánto hace que estás solito?
–Desde la otra noche.
–¿Cuando llamaste a la farmacia por primera vez?
–Sí. Tuve miedo, sentí feo pero también me dolía la cabeza.
–¿Todavía te duele?
–Ya un poco menos.
–¿Has comido?
–Sí. Cada vez que tengo hambre bajo a la tienda y compro papitas o algo. Oiga, está sonando el timbre. Creo que es mi mamá. Voy a colgar.
Confío en que haya sido su madre quien se presentó aquel domingo en la casa de Ezequiel. También espero que ese niño nunca vuelva a llamarnos. Si lo hace entenderé que sufre otra vez el dolor de la soledad y el pánico de sentirse abandonado.
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