A
poco de llegar a ocupar la presidencia en un proceso no exento de
sospechas de derroche de recursos provenientes de quién sabe dónde y
compra de sufragios, Enrique Peña Nieto pidió a una sociedad mexicana
harta de la violencia y la inseguridad desatadas en el gobierno de
Felipe Calderón un plazo de un año para presentar resultados en materia
de seguridad y abatimiento de la delincuencia. Casi han pasado dos años
de este gobierno y el país parece estar más lejos que nunca de los
objetivos planteados en el discurso. La impunidad de un incalculable
número de delitos del pasado reciente y los que aún se siguen
cometiendo cotidianamente contra la seguridad, la propiedad y la vida
de las personas se ha visto agravada con la nueva y descarnada
modalidad de violencia que se traduce en una virtual guerra desde el
poder mismo y los grupos delincuenciales contra los jóvenes y la
protesta social.
Tlatlaya e Iguala, como hace pocos años San Fernando, han quedado ya inscritos en la historia de la infamia junto a Tlatelolco, el Corpus de 1971, la guerra sucia, Aguas Blancas, Acteal y otros ignominiosos episodios de muerte y dolor sin medida para colectividades enteras. ¿Qué hace particulares a estos recientes episodios con respecto de la multitud de hechos sangrientos que han enlutado a decenas de miles de hogares y sembrado el terror en regiones enteras en los últimos años? No sólo el escandaloso número de bajas sino sobre todo el papel de las fuerzas del orden en una política criminal. Cada vez queda más claro el involucramiento directo de sectores del Ejército y de las policías federales, estatales y municipales con diversos grupos de la delincuencia organizada. Cada vez más evidencias de la corrupta tolerancia de autoridades de diversos niveles a la presencia y acciones de las bandas criminales.
Algo que en cada región es conocido pero que no siempre trasciende a la opinión pública nacional ni a las instancias de procuración y administración de justicia.
En Tlatlaya e Iguala, como los casos más resonantes de violaciones graves a los derechos humanos, el gobierno de Enrique Peña Nieto enfrenta su primera gran crisis política, justo cuando levantaba triunfante el trofeo de las reformas estructurales, aprobadas por los partidos de colaboración (PAN y PRD) y el suyo propio, con una muy débil resistencia social, y cuando se dispone a entregar los principales recursos energéticos del país al capital transnacional. Las masacres irrumpen en medio del alborozo gubernamental —como la masiva resistencia de la comunidad politécnica a la reforma autoritaria de su reglamentación y sus planes de estudio— cuestionando la solidez de un régimen político cohesionado en sus cúpulas pero que pierde rápidamente legitimidad en el conjunto de la sociedad.
Ante la violencia brutal y descarnada que los más recientes episodios de asesinatos y de colusión entre autoridades y criminales, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha emplazado al gobierno mexicano a resolver de inmediato el caso de la desaparición forzada de 43 estudiantes normalistas en Iguala y darles garantías de seguridad. El Departamento de Estado estadounidense expresa su preocupación por el caso y demanda una investigación “completa y transparente” que lleve a los responsables del crimen ante la justicia. Y el secretario general de la Organización de Estados Americanos, José Miguel Insulza, expresa también desde Washington su consternación por un acto “que enluta no sólo a los mexicanos sino a todos los países de América”.
Mientras tanto, la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) diagnostica: México, último país en materia de seguridad entre las 34 naciones que la integran —23 homicidios por cada 100 mil habitantes, cinco veces más que el promedio de 4.2 asesinatos por cada 100 mil—y ubicado, en calidad de vida, por debajo del promedio en áreas como salud, ingreso disponible (lugar 33) y acceso a Internet (lugar 34), y denuncia más de 107 mil muertes violentas en el país a partir de 2007. La violencia, en una palabra, coloca a México muy lejos del status de las naciones más industrializadas y lo aproxima más al de los países que viven guerras civiles o delincuencia descontrolada —Estados fallidos— en medio Oriente o África subsahariana.
Ante ello, en una breve aparición el lunes 6 al medio día, el presidente Peña Nieto sólo alcanza a lamentar, en relación con los asesinatos y desapariciones de los normalistas en Iguala, a los que no se atreve a llamar por su nombre, que “sean jóvenes estudiantes los que hayan resultado afectados y violentados en sus derechos”; y anuncia la participación del gabinete de seguridad del gobierno federal en el esclarecimiento de los hechos y castigo a los culpables.
Sin embargo, Iguala, como el caso de Tlatlaya y antes el de San Fernando, Tamaulipas, sólo habla, con distintas voces, de un mismo tema: hasta dónde se ha permitido llegar una sociedad política corrupta y con visos delincuenciales en su proceso irreversible de descomposición. En Iguala los gobiernos municipal y local del PRD son tan responsables como lo fue el gobierno federal panista en la matanza de San Fernando y las administraciones priistas de Peña Nieto y Eruviel Ávila en la masacre de Tlatlaya. De un sistema político totalmente alejado de las demandas de la población (a la que sólo ve como surtidor de sufragios) y profundamente penetrado por intereses particulares y corrompidos, incluidos los de las bandas delincuenciales, es de lo que se habla, y no de eventos circunstanciales o aislados.
Pero la resistencia del IPN y la solidaridad en las calles y plazas de todo el país con los estudiantes masacrados y desaparecidos de Ayotzinapa, que tiene alcances mucho más allá de nuestras fronteras, abren un nuevo ciclo de inconformidad y de movilización en la sociedad para hacer retroceder la perversa espiral de pobreza, degradación y violencia por la que ese sistema político la ha conducido. Mover a México en sentido opuesto al que sus gobernantes le deparan es hoy necesario para poner en pie a la nación, regenerar el tejido social y contener su corrupción.
Discrepando de su maestro Carlos Marx, escribió Walter Benjamin que las revoluciones no son la locomotora de la historia; son el freno de mano que los pasajeros jalan para frenar el tren cuando la locomotora los conduce a toda velocidad al despeñadero. Y una revolución es, ante todo, la opción de las grandes masas para recuperar la conducción de sus propios destinos que las aristocracias y sus representantes políticos les han arrebatado; la tabla de salvación para los oprimidos y condenados de la tierra a los que la esperanza misma se les ha negado. México, nos lo dice Iguala, a ese punto ha llegado. El freno es imperioso.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH
Fuente: http://www.cambiodemichoacan.com.mx/editorial-10647
Tlatlaya e Iguala, como hace pocos años San Fernando, han quedado ya inscritos en la historia de la infamia junto a Tlatelolco, el Corpus de 1971, la guerra sucia, Aguas Blancas, Acteal y otros ignominiosos episodios de muerte y dolor sin medida para colectividades enteras. ¿Qué hace particulares a estos recientes episodios con respecto de la multitud de hechos sangrientos que han enlutado a decenas de miles de hogares y sembrado el terror en regiones enteras en los últimos años? No sólo el escandaloso número de bajas sino sobre todo el papel de las fuerzas del orden en una política criminal. Cada vez queda más claro el involucramiento directo de sectores del Ejército y de las policías federales, estatales y municipales con diversos grupos de la delincuencia organizada. Cada vez más evidencias de la corrupta tolerancia de autoridades de diversos niveles a la presencia y acciones de las bandas criminales.
Algo que en cada región es conocido pero que no siempre trasciende a la opinión pública nacional ni a las instancias de procuración y administración de justicia.
En Tlatlaya e Iguala, como los casos más resonantes de violaciones graves a los derechos humanos, el gobierno de Enrique Peña Nieto enfrenta su primera gran crisis política, justo cuando levantaba triunfante el trofeo de las reformas estructurales, aprobadas por los partidos de colaboración (PAN y PRD) y el suyo propio, con una muy débil resistencia social, y cuando se dispone a entregar los principales recursos energéticos del país al capital transnacional. Las masacres irrumpen en medio del alborozo gubernamental —como la masiva resistencia de la comunidad politécnica a la reforma autoritaria de su reglamentación y sus planes de estudio— cuestionando la solidez de un régimen político cohesionado en sus cúpulas pero que pierde rápidamente legitimidad en el conjunto de la sociedad.
Ante la violencia brutal y descarnada que los más recientes episodios de asesinatos y de colusión entre autoridades y criminales, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha emplazado al gobierno mexicano a resolver de inmediato el caso de la desaparición forzada de 43 estudiantes normalistas en Iguala y darles garantías de seguridad. El Departamento de Estado estadounidense expresa su preocupación por el caso y demanda una investigación “completa y transparente” que lleve a los responsables del crimen ante la justicia. Y el secretario general de la Organización de Estados Americanos, José Miguel Insulza, expresa también desde Washington su consternación por un acto “que enluta no sólo a los mexicanos sino a todos los países de América”.
Mientras tanto, la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) diagnostica: México, último país en materia de seguridad entre las 34 naciones que la integran —23 homicidios por cada 100 mil habitantes, cinco veces más que el promedio de 4.2 asesinatos por cada 100 mil—y ubicado, en calidad de vida, por debajo del promedio en áreas como salud, ingreso disponible (lugar 33) y acceso a Internet (lugar 34), y denuncia más de 107 mil muertes violentas en el país a partir de 2007. La violencia, en una palabra, coloca a México muy lejos del status de las naciones más industrializadas y lo aproxima más al de los países que viven guerras civiles o delincuencia descontrolada —Estados fallidos— en medio Oriente o África subsahariana.
Ante ello, en una breve aparición el lunes 6 al medio día, el presidente Peña Nieto sólo alcanza a lamentar, en relación con los asesinatos y desapariciones de los normalistas en Iguala, a los que no se atreve a llamar por su nombre, que “sean jóvenes estudiantes los que hayan resultado afectados y violentados en sus derechos”; y anuncia la participación del gabinete de seguridad del gobierno federal en el esclarecimiento de los hechos y castigo a los culpables.
Sin embargo, Iguala, como el caso de Tlatlaya y antes el de San Fernando, Tamaulipas, sólo habla, con distintas voces, de un mismo tema: hasta dónde se ha permitido llegar una sociedad política corrupta y con visos delincuenciales en su proceso irreversible de descomposición. En Iguala los gobiernos municipal y local del PRD son tan responsables como lo fue el gobierno federal panista en la matanza de San Fernando y las administraciones priistas de Peña Nieto y Eruviel Ávila en la masacre de Tlatlaya. De un sistema político totalmente alejado de las demandas de la población (a la que sólo ve como surtidor de sufragios) y profundamente penetrado por intereses particulares y corrompidos, incluidos los de las bandas delincuenciales, es de lo que se habla, y no de eventos circunstanciales o aislados.
Pero la resistencia del IPN y la solidaridad en las calles y plazas de todo el país con los estudiantes masacrados y desaparecidos de Ayotzinapa, que tiene alcances mucho más allá de nuestras fronteras, abren un nuevo ciclo de inconformidad y de movilización en la sociedad para hacer retroceder la perversa espiral de pobreza, degradación y violencia por la que ese sistema político la ha conducido. Mover a México en sentido opuesto al que sus gobernantes le deparan es hoy necesario para poner en pie a la nación, regenerar el tejido social y contener su corrupción.
Discrepando de su maestro Carlos Marx, escribió Walter Benjamin que las revoluciones no son la locomotora de la historia; son el freno de mano que los pasajeros jalan para frenar el tren cuando la locomotora los conduce a toda velocidad al despeñadero. Y una revolución es, ante todo, la opción de las grandes masas para recuperar la conducción de sus propios destinos que las aristocracias y sus representantes políticos les han arrebatado; la tabla de salvación para los oprimidos y condenados de la tierra a los que la esperanza misma se les ha negado. México, nos lo dice Iguala, a ese punto ha llegado. El freno es imperioso.
Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH
Fuente: http://www.cambiodemichoacan.com.mx/editorial-10647
No hay comentarios.:
Publicar un comentario