Pedro Miguel
El viernes 26 de septiembre la
opinión pública nacional seguía recibiendo con consternación las
revelaciones sobre el caso Tlatlaya, localidad mexiquense en la que
según la versión oficial inicial, ocurrió en mayo pasado un
enfrentamiento entre
secuestradoresy el Ejército, con saldo de 22 muertos entre los primeros; los nuevos indicios indican, sin embargo, que los presuntos maleantes fueron en realidad ejecutados. Ello pone en entredicho el relato gubernamental en su totalidad y lleva a preguntarse si las víctimas conformaban realmente una banda de plagiarios o si pertenecían a una organización armada de otra clase. Por otra parte los estudiantes del Instituto Politécnico Nacional iniciaban un movimiento de protesta por el intento de la dirección de imponer un plan de estudios y un reglamento que degradaban la calidad de la educación en ese centro. Y en vísperas de la conmemoración del 2 de octubre de 1968 moría Raúl Álvarez Garín, dirigente del movimiento estudiantil de aquel año y destacado luchador político y social.
Con ese telón de fondo la policía de Iguala y un grupo de la delincuencia organizada, Guerreros unidos (un desgajamiento o remanente –las versiones varían– del cártel de
los Beltrán Leyva), la emprendieron a balazos en contra de estudiantes
de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, quienes se movilizaban para
obtener medios de transporte que les permitieran asistir a la marcha
prevista para el 2 de octubre. El cuerpo policial local es famoso desde
hace mucho tiempo por estar infiltrado por la criminalidad organizada.
Los atacantes no se moderaron; causaron tres muertos entre los
muchachos –uno de ellos fue brutalmente torturado– y otros tres entre
gente que no tenía relación con Ayotzinapa; balearon un autobús que
transportaba a un equipo de futbol –allí murieron el chofer de la
unidad y un joven futbolista– y mataron a la pasajera de un taxi que se
cruzó entre los balazos. Adicionalmente, los agresores se llevaron a 43
estudiantes en patrullas de la policía municipal.
El martes 30 de septiembre, con la creciente presión social que exigía la presentación con vida de los estudiantes levantados
en Iguala, el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, en
un gesto inesperado y espectacular, salió de sus oficinas para dialogar
con los estudiantes del Poli que marcharon hacia el palacio de Cobián, recibió en mano el pliego petitorio y ofreció respuestas rápidas y puntuales.
Un día después el gobierno anunció la captura de Héctor Beltrán Leyva, El H, en San Miguel Allende. Presentado como
un gran capopor las autoridades de México y de Estados Unidos, muchos coinciden, sin embargo, en que El H encabezaba una organización menguante y achicada y que estaba desde hace años al alcance del gobierno; algunos lo consideran incluso un colaborador protegido.
Desde
hace mucho ha sido ampliamente señalada la relación entre el ex
presidente municipal de Iguala, José Luis Abarca Velázquez, y de su
secretario de Seguridad, Felipe Flores Velázquez, con los Guerreros unidos.
Meses antes de la masacre de finales de septiembre sitios web
especializados en nota roja han difundido tales conexiones así como las
existentes entre Abarca y el gobernador guerrerense, Ángel Aguirre
Rivero.
A Abarca Velázquez se le atribuye la responsabilidad intelectual de
varios homicidios pero nunca, hasta ahora, fue investigado. Sobre
Aguirre Rivero pesa la responsabilidad –política, cuando menos– por el
asesinato de dos estudiantes de Ayotzinapa a manos de la policía
estatal el 12 de diciembre de 2011. Enrique Peña Nieto carga con la
culpa, asumida, de la barbarie represiva desencadenada en
Atenco-Texcoco, cuando él era gobernador del estado de México, en 2006.
Por lo demás, el peñato y su profundización neoliberal es una suerte de
enemigo natural de Ayotzinapa. En el terreno político los tres, cada
cual a su manera y en su respectiva escala, salen perdiendo con la
masacre de Iguala y es, por ello, improbable que la orden de
perpetrarla haya salido del despacho de cualquiera de ellos. Esa
consideración no los exime, sin embargo, de al menos una doble
responsabilidad en la tragedia: la primera, por alentar de manera
sistemática, cada cual en su ámbito, políticas represivas y el
quebrantamiento sistemático del estado de derecho, con lo cual crearon
las condiciones propicias para que ocurrieran los asesinatos de
estudiantes normalistas; la segunda, en lo que respecta a los
ejecutivos estatal y federal, por no haber actuado ante los abrumadores
indicios de la infiltración de la delincuencia organizada en las
instituciones de Iguala, de Guerrero y del país.
El grupo gobernante –PRD incluido y hasta protagónico, dada la
filiación perredista del alcalde prófugo y del gobernador– pone, en el
momento actual, toda suerte de empeños en circunscribir la culpa de lo
ocurrido la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre a Abarca
Velázquez y a sus subordinados. Pero el artículo 21 constitucional
señala que la responsabilidad de la seguridad pública corresponde a la
Federación, los estados y los municipios; sin embargo, en Iguala, como
en muchos otros puntos de Guerrero y del país, la seguridad pública es
inexistente, esa carencia hizo posible la agresión criminal contra
medio centenar de personas y de ello son corresponsables Aguirre y
Peña, además, por supuesto, de Abarca. Ante ese hecho no bastan las
tardías e inverosímiles medidas de control de daños adoptadas por los
dos primeros. A la sociedad corresponde exigirles que rindan cuentas.
Twitter: @Navegaciones
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