“¿Cuál es ese imán que me jala hacia ti, como si te reconociera?”.
lasillarota.com
Los
“amorosos” se encierran en su isla. La piel contra la piel. Los
“amorosos”, escuchan la tormenta y se abrazan como si cruzaran el mar
en una barca fragilísima, (porque el amor está lleno de fragilidades) e
invencible (porque el amor está lleno de fuerza). No sólo estalla el
cielo, en tantas noches de tormenta. ¿Cómo se llega al amor? ¿Cómo se
llega al deseo? La piel, la verdadera, la profunda está hecha de
palabras. Creo.
Imaginarios, ternuras, evocaciones, sutilezas.
Palabras que nombran la singularidad de cada elección. La confianza.
Ese momento en que una escucha a la otra persona, y sabe que quisiera
beberse sus palabras. Es más, se las está bebiendo. Sabe que intenta
adentrarse en su historia como si explorara una selva extraordinaria,
con una lamparita en la mano. Me la imagino, esa selva inquietante,
hipnótica, sensual, como una pintura del aduanero Rousseau.
“¿Quién
eres? ¿Quién has sido? ¿Qué anhelas tú a solas frente a ti mismo? ¿Qué
anhelas conmigo?” Y todos los viceversas, por supuesto. “¿Cuál es ese
imán que me jala hacia ti, como si te reconociera?” Y al mismo tiempo,
qué peligroso sería imaginar que “te reconozco”, si ese punto de
partida tan verdadero, me impide ir a buscarte. Cada vez, ir a
buscarte. Porque a estas alturas ya sé, que por momentos, puede que
corras a ocultarte detrás de las piedras de la isla, para que yo no te
vea. Y ya sé, a qué punto puedo convertirme en una tortuga que esconde
la cabeza y sólo ofrece su caparazón. Silenciosa, asustada, egoísta.
Eso somos, también, eso somos. Nuestra felicidad de amar, y nuestro
pánico de amar. “Permíteme acercarme a ti. Dime de ti”.
“Ven”,
se dicen ellos. “Ven”, nos decimos. “Acá, en nuestra isla, puedes ser
el que eres, los que eres. Acá, en nuestra isla, puedo ser la que soy,
las que soy”. Y qué miedo da, qué miedo. Entregarse. Qué miedo da
saber que no hay manera de construir esa isla/fortaleza, sin llegar al
encuentro con el pecho desprotegido y el corazón en la mano. Ni para
donde moverse. La isla única, la soñada, no acepta simulacros. Pero los
hemos vivido, ¿no es cierto?
Los simulacros. O porque una/o se
confunde o porque la/el otra/o se confunde. O los dos. O porque hay
quien sea capaz de mentir en lo fundamental, de mentirle con toda la
mala voluntad a la otra persona, o simple y dolorosamente: se mintió a
sí mismo. O porque nadie le mintió a nadie, pero el tiempo pasa, las
cosas cambian, las personas nos desencontramos.
Todas/os
“sabemos” muy pronto de la traición, y todas/os temblamos muy pronto de
miedo ante el amor. Es decir, ante la amenaza de perder el amor.
¿Quizá desde la infancia? Más lo que se acumula. Pero sí, es muy
probable que en la mayoría de los casos, los focos rojos que nos
señalan los “peligros” del amor, hayan comenzado a iluminarse en la
infancia. Aunque nos amaran, o porque no nos amaron, o porque sí, pero
no entendimos, porque hay hogares en donde el amor se da, como un dolor
que se desparrama por todos lados.
Las posibilidades son tantas,
casi infinitas. Pero, ¿quién no sabe lo que es sentirse el ser más
solitario y abandonado del mundo a mitad del recreo? ¿Quién no lloró
mordiendo su almohada bajo el techo de infancia, mientras planeaba su
fuga –con un atadito echado al hombro- para escapar de esa sensación de
no ser “elegido” por sus objetos de amor? La indefensión.
Rousseau.
“¿Y
si te muestras indefenso ante mí, qué voy a hacer con tu indefensión?”.
“¿Y si me muestro indefensa ante ti, qué vas a hacer con mi
indefensión?”. Hemos vivido, y ya “sabemos”, o creemos que sabemos.
Muy pronto en la vida de casi todos, ya “sabemos”: el amor es la más
grande promesa de vida. El amor es uno de los riesgos más grandes en la
vida. Cuando se critica “la ceguera del amor romántico”, ¿a qué nos
referimos? ¿Cuáles son las opciones? ¿Existe un enamoramiento que no
sea romántico y que no esté atravesado por la idealización de la
persona amada y de la relación misma? Remo buscando, pero no se me
ocurre.
Quizá el punto no es lo “inadecuado” del amor romántico
de cuyas pasiones y poesías no sería bonito (ni necesario, ni deseable)
prescindir, sino, ¿qué viene después? ¿Cómo resiste el “enamoramiento”
las pruebas –inevitables- que van surgiendo con el tiempo? ¿Es capaz el
enamoramiento de transitar hasta el amor? No es que el amor excluya al
enamoramiento, pareciera más bien que el amor es la tierra firme en la
que dos personas se abrazan, el espacio en el que construyen
“certidumbres” , y que el enamoramiento va y viene, como un péndulo.
“Mira
lo que provocas”, dice él, porque hay tormentas personales que se
confunden en la noche, con la tormenta de allá afuera. Pero quizá él no
sabe, no, que esa mujer que les digo, esa a la que quizá espío desde
una ventana como si fuera otra, esa que es una y no lo es, tiene unas
ganas arteras de soltarse a llorar. Lloraría por todo, esa noche, se
sumaría con su llanto a la furia del agua. No sé si decir que llora de
felicidad, o de las ternuras después del placer. No, no sería exacto.
No está “feliz”. Está trastocada, trastornada. Apacible,
enternecidamente, loca.
Está confundida, de esa manera en la que
nos sucede cuando los cuerpos se con-funden. Cuando se juntan en unos
segundos todos los acumulados de amor y desamor de una vida. Una no los
piensa, no. Una no se acuerda en el momento del abrazo más profundo y
verdadero, que alguna vez experimentó algo parecido en el año de gracia
de 1970, o que una no recibió ese abrazo en el año de desgracia de
1977. O en cualquier otro momento de su vida. Es más inmediato, más
sensorial, más intenso.
Esa sensación de un dique interior que
se disuelve. Un dique que se deshace y se esparce alrededor de la cama
como piecitas de confeti. “Quién me lo hubiera dicho, qué barbaridad…
ese dique construido ladrillito tras ladrillito, con tanta
meticulosidad y aplicación. Con tanto esmero y cobardía. Quién se lo
hubiera dicho: miles de papelitos de colores volando alrededor. “Un día
me dices cómo lo lograste, un día me dices cómo lo logramos”. “¿Y tu
dique tuyo?”.
El
amor nos hace más nobles, más generosos, más humanos. Es cierto. Pero
esa mujer a la que espío, tiene un cierto temor de considerarlo así,
como quien da por hecho. ¿Y si me duermo por andar sintiéndome tan
“buena”? ¿Y si me confundo porque me siento “generosa”? ¿Cómo dejarse
ir, y estar atenta? ¿Cómo estar consciente –sin perseguirse- de que
nuestros deseos están plagados de contra-deseos? ¿Y si detrás del dique
convertido en confeti hay otros diques? O fosos con lagartos, o puentes
levadizos.
No es lo mismo construir certidumbre y lealtad, que
dar por hecho. Quisiera pensar que la certidumbre se construye en la
mutua gratitud, y en un fluir feliz cuando fluye, y en un detenerse con
humildad el uno frente a la otra, la una frente a la otra, el uno
frente al otro, cuando no fluye. Dar por hecho, en cambio, es aventar
lejos la lamparita que nos guía en la exploración de esa selva siempre
por descubrir que es la otra persona. Olvidar la lamparita. Dejar de
buscar, de ofrecer y ofrecerse, dejar de sorprenderse y de jugar. Dar
por hecho es ser ingratos con la vida. Dar por hecho es la catatonia,
el anquilosamiento, la repetición de los días. El río, nunca es el
mismo. Nunca.
Los “amorosos” se esconden, saben que allá afuera
está la ciudad, y la olvidan. Saben que el absoluto no existe, y lo
inventan. Saben, como en el poema de Paul Verlaine: “Llora en mi
corazón/ Como llueve en la ciudad…”. Sin la tristeza que sigue en el
poema. El corazón se llueve también en lo entrañable. Los amorosos
escondidos se muestran, se exponen. El uno frente a la otra se muestran.
Están
expuestos en la fragilidad de la isla, de la barquita. Dicen cantidad
de palabras importantes y cantidad de tonterías importantes. “Eres una
delicia, como un mango Manila comido justo debajo de su árbol, con las
manos y embarrándose hasta las orejas”.
Así, dicen cantidad de
palabras extravagantes y hasta caníbales. Las dicen, y entre ellos se
entienden. Las dicen, y no se avergüenzan.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario