En
ese México de “civilidad política” y “normalidad democrática”, que los
discursos ritualistas evocan con inverosímil triunfalismo, acontecen
algunas anomalías que se elevan a rango de procedimientos rutinarios.
Lo que ocurre en México, en otros países o coyunturas recibiría el
epíteto de “crisis humanitaria”. En realidad, la situación del país es
sólo equiparable con la bancarrota multidimensional que atraviesan los
pueblos de Centroamérica. Acaso con la diferencia de que México vivió
una especie de “bonanza de soberanía” gracias a la Revolución, y un
repunte político con la creciente movilización social después de la
segunda posguerra. Se podría argüir que este par de acontecimientos
históricos bastó para dotar de cierta viabilidad el proyecto de
Estado-nacional, con estándares de vida discretamente más altos que los
de nuestros pares del sur. Pero eso es asunto del pasado. La gestión
neoliberal del país desbarató el entramado de conquistas sociales, y
condenó a la población mexicana a un estado de inanición e indefensión.
La “normalidad tiránica” que se esconde tras los senderos retóricos de
la “democratización” hace recordar los episodios más oscuros de la
historia occidental. En la actualidad, se cometen los peores crímenes
en nombre de la democracia, la seguridad nacional, los derechos humanos
y el desarrollo. México vive su propio holocausto. La diferencia con
otras situaciones históricas análogas es que a pocos dirigentes o
líderes parece importarles. E incluso en ciertos estratos poblacionales
reina la apatía e indiferencia, un silencio indulgente que los
chilenos, argentinos o brasileños etc., identifican inequívocamente con
los episodios más feroces de las respectivas dictaduras militares que
soportaron.
México es una dictadura a su modo. Una “nueva
dictadura”, advierte Javier Sicilia. Podría sugerirse que imperfecta,
pero claramente con signos de “normalidad”. La función del gobierno en
este contexto se reduce a la gestión del desastre. El robo, la
malversación, el enriquecimiento con base en la función pública es sólo
una compensación comparativamente minúscula que las redes de poder
transnacional (que todo lo acaparan) conceden a sus solícitos
operadores políticos. El fuero extralegal y la impunidad tienen carta
de naturalización en esta trama. Es con base en estos dos patrimonios
inmateriales, privativos de la elite gobernante, que los asuntos
públicos reciben su correspondiente tratamiento. Al mismo tiempo, la
expresión social está en proceso de domesticación: con la iniciativa de
ley sobre tránsito y seguridad vial en Veracruz, suman diez
legislaciones estatales que aspiran a restringir y criminalizar la
protesta social. Cuatro ya fueron aprobadas –Quintana Roo, Puebla,
Distrito Federal y Chiapas (La Jornada Veracruz 01-X-2014).
En la pasada entrega se trazó con más detenimiento este cuadro inédito
de impresentable “normalidad” nacional: “La acción, y no la ausencia
del Estado es lo que produce y reproduce el fenómeno de la inseguridad
en el estado y el país. Que la respuesta militarizada a los problemas
sociales es parte del problema, no la solución. Que el desplazamiento
del Estado en provecho de las corporaciones que operan a sus anchas en
la geografía nacional, sin rendir cuentas a nadie, acarreó una crisis
de organización territorial-administrativa que redundó en bancarrota
jurídica de las entidades federativas. Que la desposesión patrimonial
en marcha trae consigo la desposesión de derechos fundamentales, como
el derecho básico a la seguridad personal y familiar. Que este abandono
se traduce en una gestión a menudo imperfecta de poblaciones
marginales, y un deterioro socioespacial sin precedentes. Que esta
disminución de “gubernamentalidad” es parte de un cálculo que
transfiere todos los costos políticos y sociales a los segmentos
poblacionales más desprotegidos” (http://lavoznet.blogspot.mx/2014/09/veracruz-violencia-e-inseguridad.html).
Dos casos recientes, de extraño alcance noticiario en la prensa
nacional e internacional, dan cuenta de esta barbárica normalidad:
Tlatlaya e Iguala.
La masacre de Tlatlaya
En estas intermitentes tramas de nula gubernamentalidad,
los remedos de gobiernos se convierten en fábricas de producción de
canallas o mediocres sin voluntad. Y aunque este no es el principal
problema, ni la razón que explica las atrocidades, sin duda contribuye
a elucidar el espectro de la época: “la normalidad democrática” es un
estado canallesco, caldo de cultivo de pusilánimes. El régimen premia a
los más corruptos e incompetentes. Esta triste regla aplica para toda
la cadena de mando político, desde los gobernadores hasta el ejecutivo
federal. (¿Acaso alguien se atrevería a objetar esta infame realidad?).
E incluso comprende a personal directivo de organismos
descentralizados. Por ejemplo, el presidente de la Comisión Nacional de
los Derechos Humanos (CNDH), Raúl Plascencia Villanueva, el mismo que
repudió a las autodefensas michoacanas al afirmar que “no hay ninguna
justificación (¡sic!) para que grupos de personas armadas en las calles
pretendan hacer justicia por mano propia”, y que ahora se ocupa de
entorpecer las averiguaciones en torno a los hechos de Tlatlaya,
retardando más de tres meses el inicio de la investigación, y falseando
flagrantemente la evidencia. Hace tan sólo unos días expresó: “Lo único
que teníamos hasta ahora es que se había suscitado… un enfrentamiento
entre elementos del Ejército y las personas que se encontraban dentro
de la bodega” (La Jornada 02-X-2014). Las evidencias
físicas y la reconstrucción pericial de la escena del crimen dan cuenta
de otra versión radicalmente distinta. El director de la organización Human Rights Watch desentraña
el fondo del asunto con más criterio: “[Si se confirman las pruebas y
testimonios] nos encontraríamos frente a una de las más graves masacres
ocurridas en México” (La Jornada 20-IX-2014).
Cabe hacer notar que no fue la Secretaría de la Defensa Nacional
(Sedena) ni el ejecutivo federal ni la CNDH los que ordenaron en un
primer momento la investigación para determinar la verdad jurídica del
caso. La recomendación vino de fuera, de la prensa y gobierno de
Estados Unidos. Pero a pesar de la presión internacional, en México el
desahogo de pruebas se ciñe obstinadamente a un plan de acción
inconfesable: rescatar la legitimidad del Ejército en un contexto de
creciente participación de las fuerzas castrenses en tareas de
seguridad (219 mil 378 patrullajes en este año, con la actuación de 91
mil 547 efectivos), y exonerar o evitar el costo político a la Sedena y
al comandante en jefe de las fuerzas armadas, Enrique Peña Nieto (Proceso 27-IX-2014).
Existen suficientes elementos con valor probatorio para desestimar la
tesis de un “enfrentamiento” entre personal militar y presuntos
delincuentes, en el que “incidentalmente” murieron los 22 integrantes
de la supuesta banda criminal y ningún efectivo castrense. Aún así van
a tratar de ocultar la verdad hasta donde alcancen los recursos
políticos y la “gestión” contorsionista de la información. Y cuando el
fuero político y la impunidad acusen agotamiento, sencillamente se
ampararán en el deslindamiento de responsabilidades, excusando
desobediencia e indisciplina de los soldados rasos que abrieron fuego,
e ignorando palmariamente la cadena de comando que involucraría a las
autoridades civiles.
Hoy sabemos que los hechos en Tlatlaya
apuntan a un asesinato colectivo. Que eso que ahora llaman
eufemísticamente “exceso de fuerza” o “abuso de autoridad” no es una
excepcionalidad como pretenden hacer creer: es el modus operandi
habitual de una institución naturalmente violenta cuya actuación
debiera estar terminantemente reservada a la defensa del país en
circunstancias de agresión extranjera. Si se nos permite la analogía:
si una persona tuviera un perro de raza pitbull, adiestrado
para matar, lo más natural es que dispusiera la permanencia del animal
afuera de la casa, al cuidado de la propiedad o de cualquier intento de
vulneración domiciliaria. Sólo a un imbécil se le ocurriría introducir
el perro a la casa, y dejarlo pasear libremente por las habitaciones
sin vigilancia alguna. Si se incurriera en tal acto de imbecilidad,
sólo cabrían dos explicaciones: o el dueño es francamente estúpido, o
bien se ha propuesto exterminar a su familia. En el caso del Estado
mexicano, sospechamos, con base en una extensa evidencia empírica, que
la segunda explicación es la más plausible. Y lo único que hemos
presenciando en las últimas semanas es un recrudecimiento de esta
embestida premeditada contra la población.
Yerra el titular
de la secretaría de Gobernación, Osorio Chong, cuando sostiene: “Si
sucediera que hay algo que señalar respecto a la actuación de este
grupo de miembros del Ejército Nacional, será la excepción (sic),
porque tenemos un gran Ejército, y por eso tenemos que trabajar, para
que si sucede este tipo de cuestiones se pueda observar que es sólo una
acción aislada y no el comportamiento de nuestro gran Ejército y de la
Marina Armada de México” (La Jornada 26-IX-2014).
La guerra fría de la dictadura perfecta cedió su lugar a una guerra de
alta intensidad en el marco de la “nueva dictadura”. El escalamiento de
la violencia es una prueba fehaciente de esta nueva modalidad de guerra
de clases.
La próxima semana se abordará el caso de los
normalistas de Ayotzinapa y los crímenes de Estado en Iguala. Por ahora
sólo basta decir que el 2 de octubre está más vivo que nunca.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario