La estrategia del gobierno es transparente. Busca dividir
el movimiento por dentro y separarlo de otras expresiones sociales por
medio de un coctel de concesiones y provocaciones fríamente calculadas.
El objetivo en todo momento será encapsularlo y focalizarlo en asuntos
exclusivamente “locales”, supuestamente “puros” y “limpios”, con
respecto a la gestión interna del IPN. Y mientras los politécnicos
están entretenidos con el “policía bueno” de Miguel Ángel Osorio Chong,
los otros estudiantes y jóvenes del país sufrirán cada vez más bajo las
macabras estrategias de represión, provocación y violencia del régimen.
Lo que determinará el éxito o el fracaso del movimiento
politécnico será entonces la medida en que los estudiantes logren
levantar la mira para ser solidarios y generosos con otras causas
sociales. Igualmente, es responsabilidad de todos expresar nuestra
solidaridad con la importante lucha histórica por alcanzar tanto la
autonomía como la democratización interna del IPN.
Las luchas locales, nacionales, e incluso
internacionales, no se contraponen, sino que se fortalecen mutuamente.
Por ejemplo, tanto la forma antidemocrática como el contenido
neoliberal del nuevo reglamento del IPN son resultados directos de las
contrarreformas “estructurales” impulsadas por Enrique Peña Nieto,
Osorio Chong y el “Pacto por México”. En su conducción del proceso de
reforma del IPN, Yoloxóchitl Bustamente no hizo más que seguir
estrictamente las indicaciones de sus jefes en el gobierno federal,
quienes a su vez cumplen con las órdenes de Washington. Es evidente que
un simple cambio en la dirección del instituto no modificará las
coordenadas estructurales del poder que impuso el nuevo reglamento.
Bustamante misma afirmó en su momento que la reforma al
politécnico surgió a raíz del “compromiso institucional de armonizar la
normatividad interna con la federal, en lo que respecta al Plan
Nacional de Desarrollo y a la reforma educativa”. En otras palabras, no
es más que la extensión de los tentáculos del poder corrupto hasta las
entrañas del sistema educativo nacional. Ahora que el petróleo
pertenecerá a las grandes empresas extranjeras, ya no será necesario
que México forme investigadores científicos o ingenieros de primer
nivel para impulsar el desarrollo nacional, puesto que solamente harán
falta técnicos obedientes a las órdenes de sus nuevos jefes extranjeros.
Lo mismo ocurre en las normales rurales. Así como Lázaro
Cárdenas del Río fundó el IPN en 1936 con el fin de “poner el técnico
al servicio de la patria”, también fue el responsable de consolidar y
generalizar el modelo de las normales rurales, como la Escuela Normal
de Ayotzinapa “Raúl Isidro Burgos”. Durante su sexenio (1934-1940), la
cantidad de estas instituciones se multiplicó exponencialmente y se
fortaleció su carácter cooperativo y social. Desde hace casi un siglo,
dichos planteles han abierto simultáneamente importantes oportunidades
educativas y laborales para los jóvenes de las zonas más marginadas, y
han sido esenciales para garantizar una educación pública humanista,
crítica y de calidad. Tanto la doctora Tanalís Padilla, de la
Universidad de Dartmouth, como Luis Hernández Navarro, de La Jornada,
han realizado importantes estudios sobre esta valiosa experiencia.
Pero al régimen autoritario neoliberal no le interesa
poner la técnica al servicio de la patria ni fomentar el pensamiento
crítico o empoderar a los maestros rurales. La reforma educativa y el
Plan Nacional de (sub)Desarrollo buscan la eliminación de la gran
mayoría de las normales rurales y la conversión de las que queden en
centros técnicos para la formación de maestros de “calidad” cuya única
función será preparar mano de obra barata y siervos obedientes al gran
capital internacional.
Los estudiantes del IPN y de Ayotzinapa sufren
exactamente el mismo mal. El levantamiento de ambas comunidades está
plenamente justificado. Su lucha es la lucha de todos por deshacernos
de una vez por todas del yugo de la explotación y represión que ha
mantenido postrada a la nación desde la Colonia. La reclamación de
justicia para la perversa masacre en Iguala, cuna de la consumación de
la Independencia, es evidentemente igual de importante que la exigencia
de autonomía para el Politécnico.
La unión de esas exigencias y la articulación de los dos
movimientos no implicaría, desde luego, la “politización” de ninguno de
ellos, sino todo lo contrario. Significaría el fracaso de la
tradicional estrategia política del régimen autoritario priista de
“divide y vencerás”.
Todos hemos aprendido en la escuela cómo los valientes
movimientos populares y los grandes ideales que inspiraron la
Independencia y la Revolución fueron traicionados y domesticados por
los líderes políticos que vendrían después. Hoy, Peña Nieto y el Pacto
por México juegan el papel que en su momento cumplieron Antonio López
de Santa Anna después de la independencia, y Miguel Alemán Valdés, el
primer presidente emanado de las filas del Partido Revolucionario
Institucional (PRI), después de la Revolución.
Pero la tercera tendrá que ser la vencida. La lucha por
la democracia en México nunca ha sido un asunto de acuerdos cupulares
entre élites, como lo fue en otros países. Tal y como ocurrió durante
la Independencia y la Revolución, el verdadero motor del interrumpido
proceso de “transición” actual ha sido la movilización de la sociedad
en defensa de sus intereses y en contra del saqueo. Habría que evitar a
toda costa las divisiones internas con el fin de construir un amplio
frente popular a favor de una verdadera transición hacia la justicia y
la paz.
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