Algunos medios y autoridades han tratado de presentar el tema de los estudiantes de Ayotzinapa como algo atribuible al crimen organizado. Incluso se han dado nombres de la agrupación que pudo haberlos asesinado y hasta del líder que dio la orden de detenerlos y matarlos. Esta versión, sin embargo, empaña la realidad. No se trata de un delito más del crimen organizado. No. Los primeros asesinatos de estudiantes, la detención y posterior desaparición de los demás, fueron obra de policías municipales al mando de una autoridad local y, en última instancia, de una autoridad estatal (en mayo, Iguala y otros municipios firmaron un acuerdo de mando único con el gobierno estatal).
Recapitulemos algo de lo ocurrido el fatídico 26 de septiembre. Ese día llegaron los normalistas a Iguala, en donde se apoderaron de algunos camiones con los que pretendían viajar al DF para participar en la marcha del 2 de octubre. En algún momento, uno de los camiones fue interceptado por una patrulla y algunos estudiantes se bajaron del camión con la intención de quitarla. De repente, un estudiante recibió un disparo en la cabeza. Así cayó el primero de ellos, arteramente balaceado por policías. Los otros estudiantes pretendieron escapar y varios fueron detenidos. Uno de ellos, Julio César Mondragón (20 años, padre de una niña de 2 meses), fue detenido por policías, según testigos. Al día siguiente, el cuerpo sin vida de Julio César amaneció tirado en la calle, desollado, sin la piel del rostro y con las cuencas de los ojos vacías. La imagen es escalofriante. Ese es, paradójicamente, el rostro de la violencia en el país. Una violencia sin sentido, llena de saña y brutalidad. Peor aún, ese repugnante asesinato fue cometido por policías o por alguien coludido con ellos. Se trató de una ejecución extrajudicial. Las otras muertes ocurridas esa noche y la desaparición de los otros estudiantes también son atribuibles a policías. Se trata, pues, de casos de abuso de autoridad y de desaparición forzada que deben ser tratados y juzgados como tales.
La tragedia de Iguala sólo se explica en un contexto de impunidad y de abandono del Estado de sus labores más elementales. En dicho municipio era más que evidente la violencia que se vivía en los últimos meses. En marzo de 2013 fue asesinado el síndico perredista Justino Carvajal. Un año después, Arturo Hernández Cardona, también miembro del PRD y líder de Unidad Popular (UP), declaró frente al edil Abarca que el crimen de Carvajal había sido político y que lo responsabilizaba a él en caso de que les ocurriera algo a ellos: “Los crímenes de los políticos no se dan como crímenes sueltos, los crímenes de los políticos los autoriza otro poder, igual o mayor, político también”. Y añadió, “(si ahora) no decimos nada, corremos el riesgo de que se les prive de la vida a compañeros de la UP y al rato se va a decir que fue el mismo mecanismo utilizado, que fue el crimen organizado y entonces no se va a investigar nada”. Semanas después de haber hecho estas acusaciones, el líder social y varios compañeros fueron secuestrados, torturados y asesinados. Un sobreviviente declaró frente a un notario que fue el propio alcalde el que asesinó al líder social de dos escopetazos.
Lo sorprendente de esta situación es la omisión de las autoridades estatales y nacionales, así como la pasividad de los liderazgos del PRD, quienes no reaccionaron ni frente a los asesinatos de miembros de su partido y que fueron incapaces de solicitar una investigación profunda de lo acontecido. Es por ello que el gobernador y la corriente hegemónica del PRD son corresponsables políticos de lo acontecido en Iguala.
A nivel federal tampoco hay excusas válidas. La situación en el país se ha tornado muy compleja. A Peña Nieto de pronto se le calderonizó la agenda. Ya no puede evitar hablar de seguridad y violencia y ya no se pueden ocultar los problemas bajo la alfombra. Las ejecuciones extrajudiciales ocurridas en Tlatlaya por parte del Ejército, así como los aborrecibles actos de Iguala deben enseñarle que no hablar de los problemas no equivale a resolverlos. El Presidente debe abandonar la política de avestruz que ha caracterizado a su gobierno en estos temas. Es complicada y triste, sí, pero ésa es la realidad que debe enfrentarse.
Economista. @esquivelgerardo
gesquive@colmex.mx
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