La Jornada
El martes pasado el secretario estadunidense de
Seguridad Interior, John Kelly, declaró, en una audiencia ante el
Comité de Seguridad Interna del Senado de su país, y a pregunta expresa
del republicano John McCain, que un presidente mexicano de izquierda
no sería bueno para Estados Unidos ni para México. Asimismo, aunque afirmó que en nuestro país
la corrupción está muy, muy extendida, el funcionario elogió a varios integrantes del actual equipo de gobierno mexicano, entre ellos los secretarios de Defensa, Salvador Cienfuegos; Marina, Vidal Soberón, y Relaciones Exteriores, Luis Videgaray, este último se encontraba en Washington en ese momento.
Ayer Videgaray dijo que tras esas declaraciones se reunió con Kelly para señalarle que
las decisiones electorales (...) corresponden solamente a los mexicanos y que lo que esperamos de parte de Estados Unidos es que se respete el proceso electoral, y aseguró que el secretario de Seguridad Interna
entendió el mensaje y estuvo a la altura de las circunstancias.
Por intolerable que resulte, la abierta injerencia del colaborador de
Donald Trump en asuntos políticos de México no se debe de juzgar en
forma aislada, sino en el contexto de una creciente y alarmante
contaminación de la relación bilateral por los asuntos electorales de
ambos países. Resulta inevitable reconocer que en la presente
circunstancia fue el gobierno mexicano, y no el de Estados Unidos, el
que abrió la puerta a este fenómeno indeseable.
En efecto, la invitación enviada por el presidente Enrique
Peña Nieto, por conducto del propio Videgaray, a los entonces aspirantes
a la Casa Blanca, Donald Trump y Hillary Clinton, así como la
desmesurada recepción al primero en calidad de jefe de Estado, violentó
principios básicos de respeto a los asuntos políticos de otros países y,
de acuerdo con diversos analistas, benefició al actual jefe de Estado y
alteró la carrera presidencial en la superpotencia vecina.
Ese antecedente –que para colmo no atenuó un ápice el discurso
antimexicano de Trump ni sus decisiones iniciales, manifiestamente
teñidas de animadversión a México y sus ciudadanos– dejó al gobierno
nacional sin argumentos ni autoridad moral para reclamar a Washington
respeto a los asuntos políticos y, particularmente, a los procesos
electorales locales.
En el contexto así creado, el hecho de que Kelly se tome la
atribución de opinar sobre el perfil, la tendencia y la ideología que
debe o no debe tener el próximo presidente de nuestro país resulta sin
duda inadmisible, pero de ninguna manera sorprendente.
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