Navegaciones
Pedro Miguel
La Jornada
El abasto energético
del mundo es origen de una crisis permanente que da lugar a guerras y
conflictos políticos y sociales de toda suerte. Ello es así porque la
energía constituye uno de los componentes esenciales del poder y el
poder siempre está en disputa. El control de las fuentes energéticas de
naciones ajenas permite el ejercicio de dominaciones coloniales y, en
forma inversa, la recuperación de los energéticos propios da pie también
a procesos de construcción de soberanía y de liberación nacional.
En el caso de México, la expropiación petrolera de 1938 no sólo hizo
posible fundamentar una política exterior soberana e independiente, sino
que permitió, además, llevar al país a un periodo de crecimiento
económico acelerado y al establecimiento de un estado de bienestar. Es
decir, el Estado reconoció como obligación propia garantizar los
derechos de la población en materias de educación, salud, alimentación,
vivienda y otros rubros.
Uno de los mecanismos fundamentales de ese estado de bienestar fue el
subsidio generalizado a los precios de los energéticos. Dueño de las
industrias petrolera y eléctrica, el Estado podía ofrecer a la población
combustibles y electricidad a precios muy bajos.
Tal política de bienestar y redistribución de la riqueza sirvió en
buena medida como amortiguador social a los impactos nocivos generados
de manera casi inevitable por las actividades de Petróleos Mexicanos
(Pemex), la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y Luz y Fuerza del
Centro sobre los entornos ambientales y sociales. La razón de estado (de
bienestar) sirvió para acallar inconformidades y movimientos sociales
de protesta en contra de los perjuicios de la perforación de pozos y el
tendido de ductos, la construcción de refinerías y la instalación de
centrales hidroeléctricas, subestaciones y líneas de cableado de alta
tensión, perjuicios que van desde las expropiaciones de tierras hasta la
contaminación y ruina de zonas agrícolas y pesqueras, pasando por las
distorsiones al tejido social que causaban tales empresas paraestatales
en los puntos en los que operaban. Aun así, la devastación generada por
las entidades energéticas paraestatales dio pie a importantes
movimientos de resistencia en diversas regiones del país.
El efecto de amortiguación fue desapareciendo a medida que el régimen
neoliberal iba cancelando los mecanismos de bienestar social y quedó
del todo superado desde el momento en que el gobierno de Peña logró con
éxito alterar, mediante la reforma energética, el pacto social que regía
al sector. En lo sucesivo, éste no habría de regirse por el imperativo
de ser palanca del desarrollo nacional, sino por la lógica de la máxima
ganancia. Es importante agregar que los procesos de privatización no
sólo transfieren a manos privadas infraestructuras y aparatos
administrativos, sino también segmentos del mercado. Los usuarios de
energía, es decir, las listas de abonados y los consumidores– se
convierten en objeto de las transacciones de compra venta, asignación y
concesión entre el gobierno y las empresas privadas.
La privatización de las industrias petrolera y eléctrica elimina, por
lo demás, todo freno a la vocación devastadora de los grandes proyectos
energéticos en la medida en que se pone al margen la responsabilidad
del Estado en la construcción y operación de los complejos energéticos;
en cambio, el afán de los consorcios privados de generar los mayores
márgenes posibles de utilidad tiende a potenciar la vocación devastadora
de las industrias y, por ende, a exacerbar los conflictos sociales allí
en donde operan.
Por otra parte, la producción y distribución de energía han sido
operadas, en su inmensa mayoría, por entidades públicas o privadas de
grandes dimensiones que se rigen por la lógica de las economías de
escala. Estamos tan acostumbrados a la presencia de ese modelo que suele
parecernos el único racional y eficiente: sería mucho más barato
centralizar la producción de electricidad en grandes obras hídricas,
térmicas, nucleares o eólicas, que distribuirla en una multitud de
pequeños generadores; sería absurdo que el propietario de un solo pozo
petrolero (como los hay en Texas, por ejemplo) construyera una micro
refinería para procesar su producción; resultaría mucho más caro
(incluso en términos de costos ambientales) que cada casa habitación
dispusiera de una planta generadora que instalar una termoeléctrica.
Adicionalmente, los individuos, las familias y las pequeñas comunidades
carecen, por lo general, de recursos para invertir en la generación de
electricidad o para producir combustibles.
Es claro que esta circunstancia debe ser revertida. Pero, en
el punto en el que se encuentran el país y el mundo, es cuestionable que
la solución sea volver a la situación anterior a la reforma energética:
el Estado como proveedor único.
Ciertamente, a pesar de la devastación de la industria energética
nacional realizada por los gobiernos neoliberales, aún existe –tanto en
Pemex como en la CFE– una importante planta instalada que es necesario
reconstruir y utilizar, pero con orientaciones claras: abatir la
dependencia del país de combustibles importados, reducir a cero la
compra de electricidad de los consorcios privados, avanzar en la
reconversión hacia formas de generación limpias y renovables, suspender
la construcción de megaproyectos, alentar la producción autónoma de
energía por personas y comunidades, y propiciar la incorporación del
sector social en la distribución no lucrativa de electricidad y
combustibles. En lugar de destinar grandes recursos a la expansión de la
planta energética, debe instaurarse una estrategia de fomento a la
generación y gestión comunitaria. Sólo de esta forma puede concebirse
una política energética capaz de satisfacer la demanda creciente sin
atentar contra los entornos sociales y ambientales. Una consideración
fundamental en este sentido es que son las comunidades mismas las
principales interesadas en preservar el ambiente y las que pueden, en
consecuencia, operar la producción energética local sin atentar contra
él. Otra reflexión insoslayable es que la producción local elimina los
costos de transporte y distribución asociados a electricidad y
combustibles.
La aplicación de los lineamientos referidos resulta mucho más fácil
en el campo que en las ciudades y en el sector residencial que en el
industrial o comercial. En el campo se cuenta con irradiación solar,
cursos de agua, vientos y producción de biomasa, y las tecnologías
necesarias para aprovechar tales recursos han bajado de precio en forma
sostenida en años recientes; hoy día es realista, por ello, imaginar un
sector agrícola plenamente autosuficiente en materia de energía. En
cuanto a las urbes, sería necesario elaborar un programa de transición
al autoconsumo en los hogares a fin de reducir paulatinamente las cargas
correspondientes de la red pública y orientarlas a la industria, el
comercio y los servicios.
Sin duda, la realización práctica de las ideas referidas requeriría
de políticas de Estado transversales en los ámbitos de la economía, el
impulso a la investigación y el desarrollo y la educación. Difícil es,
pero no imposible. En todo caso, el ciclo neoliberal destruyó el viejo
pacto social y no ha sido capaz de engendrar uno nuevo. Por el
contrario, ha sembrado al país de conflictos y fracturas, y la política
de saqueo aplicada por el régimen en el ámbito energético ha desempeñado
en ello un papel principal. Es urgente tirarla a la basura.
Twitter: @navegaciones
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