Los grandes ríos
La diminuta miscelánea sobrevive de milagro. Frente a las tiendas de conveniencia que inundan la colonia, el establecimiento se ve raquítico, anticuado y por lo general desierto. Carolina, su dueña, se niega a cerrarlo. Si lo hiciera sentiría que defrauda a su hermano Ricardo y traiciona los esfuerzos que él hizo para llegar a Phoenix y conseguir trabajo.
Desde allá él le mandó el dinero para abrir la miscelánea y luego, con regularidad, pequeñas remesas que Carolina invirtió en fortalecer el negocio; cuando aparecieron las tiendas de conveniencia utilizó los fondos para pagar sus deudas con los proveedores. Ahora los emplea para sobrevivir. Ricardo no lo sabe y mucho menos lo sabrá ahora. Carolina no quiere infligirle una nueva preocupación sobre las muchas que ya tiene por estar en peligro de verse deportado.
En las últimas semanas Carolina y Ricardo han hablado sólo dos veces por teléfono. En la conversación más reciente ambos intentaron ocultarse la realidad: él le dijo que el ambiente en Arizona estaba menos tenso: ella le aseguró que conservaba parte de su antigua clientela, suficiente para que él tomara las riendas de El Comino en caso de tener que regresar a México.
Al final todo fue inútil. Los dos acabaron por desahogarse y hablar de lo que habían visto en la televisión y leído en los periódicos. Ricardo estaba enterado de la violencia creciente y de la crisis económica en México que afectaba lo mismo a los grandes establecimientos de Polanco que a los pequeños comercios de barrios y colonias. Carolina sabía del hostigamiento que han venido padeciendo los paisanos radicados en Arizona y de sus movilizaciones para combatirlo. Segura de que él participaba en ellas, Carolina le pidió que tuviera cuidado y le confesó que en las noches miraba los noticieros con la esperanza de localizarlo entre las filas de manifestantes pacíficos.
II
La lluvia escampa. Las personas que se resguardaron en El Comino aprovechan la tregua para seguir adelante. En unos minutos a la entrada de la miscelánea sólo quedan huellas húmedas. Carolina se apresura a limpiarlas.
Mientras lo hace piensa en que tal vez todo sería distinto para Ricardo si, como lo planeaba, se hubiera ido por El Paso. Un amigo le hizo alterar sus planes advirtiéndole que las corrientes traicioneras del río Bravo eran muy peligrosas. Entonces Ricardo decidió afrontar el riesgo menor: atravesó el desierto de Sonora y se quedó en Arizona. Ahora él no sabe cuánto tiempo más podrá seguir allí ni qué hará si regresa a México.
Será difícil que encuentre un trabajo. Su única alternativa, si es que antes no fracasa del todo, está en atender la miscelánea. Carolina no logra imaginarlo paciente tras el mostrador, viendo pasar las horas y los ríos de agua que siempre se han formado en la colonia con la lluvia. Cuando ella era niña los raudales corrían menos violentos y menos cargados de basura, pero el agua llegaba hasta el interior de las casas, de los comercios y del cine Corsario.
Ya no existe. Se encontraba en lo que ahora es la hondonada. No hay ni la remota posibilidad de que Ricardo vuelva a trabajar allí de barrendero. Lo hizo por poco tiempo, durante una temporada de lluvias muy fuertes. Al recordarlo Carolina recupera las tardes maravillosas de los jueves.
III
En aquella época sus tíos Clemencia y Arcadio vivían en una casa baja, a la siguiente cuadra. Al salir de la escuela, Carolina y su hermano, sin importarles la lluvia, jugaban en la calle con sus primos y otros vecinos.
Por edad, Ricardo era el líder. Como adelanto de las hazañas que se proponía hacer en el futuro, su diversión predilecta era saltar de una azotea a otra ante el asombro de sus compañeros de juego y la reprobación de los vecinos que no pasaba de ser una advertencia: Niño, te vas a caer
. Por fortuna, jamás ocurrió esa desgracia, pero sucedió otra: su padre perdió el empleo en la fábrica de veladoras y Ricardo tuvo que interrumpir sus estudios en la secundaria, buscarse un trabajo para contribuir a los gastos de la casa y posponer su sueño de convertirse en biólogo marino.
En aquel momento Ricardo apenas había cumplido l4 años. Su estatura le aumentaba la edad, pero ni así logró que lo ocuparan en las tiendas, hoteles y refaccionarias de los alrededores. En su hogar las carencias se convirtieron en mal humor, pleitos y tensiones. Se agravaron cuando empezó aquella feroz temporada de lluvias. Al igual que sus vecinos, Carolina y Ricardo se pasaban horas con la escoba y las cubetas en la mano para sacar el agua. Las corrientes ponían en peligro el mobiliario y los aparatos que, a decir de sus padres, difícilmente volverían a tener.
A causa de las tormentas, los comercios permanecían desiertos. Hubo tardes en que, por la inundación, tuvieron que suspenderse las funciones en el cine Corsario. Para resolver el problema apareció un letrero junto a la taquilla: Se solicita barrendero. La empresa
. Ricardo obtuvo el puesto.
Carolina recuerda ahora que la primera tarde en que Ricardo acudió al trabajo ella, sus primos y algunos vecinos lo escoltaron hasta la entrada del Corsario y permanecieron sentados en los quicios de enfrente, mientras lo veían desaguar el cine con una vieja escoba.
Aunque reducido, el público volvió a asistir a las funciones, en especial las de los jueves: día de cambio en la programación. Todo el mundo llegaba empapado, buscando un sitio donde abandonar el paraguas y una buena butaca desde donde ver la película en turno.
Con la lluvia a Felisa, la taquillera, le dio una gripa fulminante y pidió licencia indefinida. Ricardo, aparte de combatir el agua antes de que comenzaran las funciones, tuvo que encargarse del boletaje. Gracias a eso su hermana y sus primos podían ver gratis la película del jueves, pero a condición de que sólo ocuparan las filas de enfrente que, por encontrarse en el nivel más bajo de la sala, permanecían siempre inundadas.
Carolina se recuerda con el agua hasta los tobillos mirando en la pantalla una escena de amor. Al ritmo de una orquesta invisible, contra el fondo de un mar rodeado de palmeras, los enamorados se entregaban al deleite de un beso.
IV
Por las noches, mientras iban de vuelta, Carolina le narraba a Ricardo la película que él, metido en la taquilla o desaguando el vestíbulo, no había tenido oportunidad de ver. Cuando adivinaba que el final de la historia podía deprimir a su hermano, ella lo sustituía por otro en donde los personajes masculinos eran valientes, caballerosos y capaces de resolverlo todo; mientras que las protagonistas se mostraban como mujeres maravillosas, inteligentes, de apariencia impecable aun bajo las circunstancias más adversas.
A Ricardo lo dejaban satisfecho aquellas versiones, encendían sus esperanzas de que con el tiempo él también iba a sobreponerse a las adversidades, a convertirse en sobreviviente de todos los peligros y a disfrutar del final feliz que corresponde a un triunfador.
Carolina jamás puso en duda que su hermano llegaría a realizar sus sueños. Cuando él decidió irse a Estados Unidos por el desierto de Sonora, lo imaginó caminando sobre las dunas onduladas y tersas con la actitud de aquellos personajes cinematográficos que, perdidos, sudorosos y a punto del delirio, miraban sin temor hacia el horizonte lejano.
Esa imagen hace mucho tiempo que se desvaneció. La aventura que Ricardo emprendió 11 años atrás no tiene un final feliz. Esta vez, por desgracia, Carolina no puede hacer nada para modificarlo.
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