2/20/2011

Juguetes de peluche


Mar de Historias
Cristina Pacheco
¿Seguro que no quieres quedarte un momento más?

Verónica niega con la cabeza. ¿No sería mejor que habláramos? Verónica mira el reloj en la pared. Ya le quité mucho tiempo. Otro día vengo. Antes de que la sicóloga pueda formularle una nueva pregunta Verónica abandona la oficina recién pintada de gris y olorosa a tíner. Ese hedor le disgusta, la entristece porque le recuerda el hospital adonde llevaba a su madre.

Que se acabe este día, murmura mientras se dirige a su área de trabajo en la fábrica de juguetes de peluche. Allí comparte con Sandra la mesa de terminado. No la encuentra en su sitio pero halla un mensaje: No pude esperarte. Mañana me cuentas cómo te fue o si quieres llámame a mi cel.

I

Esta mañana, al encontrar a Verónica temblorosa y llorando en el baño, Sandra le aconsejó que pidiera una entrevista con la doctora Pimentel: Te veo muy mal. Habla con ella. ¿Y qué le digo? Lo que te sucede, lo que te tiene así? ¿Todo? Pues claro. Para eso está. Ándale. Vamos. Yo te acompaño a pedir la cita.

Le dieron ficha para las cuatro de la tarde. Desde ese momento hasta la hora de la entrevista Verónica se sintió dividida entre el impulso de cancelar la consulta y el temor de no hallar palabras con qué explicarle a la doctora Pimentel lo que le pasa. A lo más que llega es a entender su depresión como una punzada. Le viene de dentro y abarca todo su cuerpo hasta dejarla sin fuerzas para mostrarse optimista ante su marido y su hijo Darío.

El niño tiene apenas siete años y ya conoce la aspereza de la vida diaria, los peligros de la calle, la violencia, la soledad. Siempre que ella regresa de su trabajo lo encuentra frente a la televisión o arrostrando una lucha encarnizada contra enemigos invisibles a los que amenaza en términos salvajes. No puede ser de otra manera: es lo que Darío oye y ve por todas partes.

El hecho de que su hijo crezca en un ambiente de zozobra y brutalidad es una de las causas de su inquietud. Se la ha confesado muchas veces a Mauro para ver si él puede cambiar en algo esa situación. Su esposo le ha dicho que es imposible, ya ni siquiera regresando a Los Arrastres podrían encontrar la paz que ella anhela para su hijo.

Verónica no ha tenido más remedio que darle la razón. De su tierra les han llegado noticias de levantones, secuestros, crímenes pavorosos, venganzas. Lo mejor será quedarse aquí, donde al menos tienen trabajo y el niño oportunidad de ir a la escuela.

¿Crees que logre hacer una carrera? Mauro le responde siempre impaciente que no depende de él sino de que haya alguien que contrate sus servicios como albañil, plomero, cargador o lo que sea.

II

Desde que él empleó esas palabras –o lo que sea– Verónica no ha podido olvidarlas. La llenan de terror ante lo que pueda suceder. Cada mañana al levantarse reza para que Mauro encuentre trabajo, no importa si es poco o lejos con tal de que él no vaya a sentirse tan desesperado como para dedicarse a robar o a la venta de drogas, como se dice que han hecho algunos de sus vecinos.

Esas posibilidades, aunque remotas, han envenenado el sueño de Verónica y son causas de su ansiedad constante. Jamás se lo ha dicho a nadie, ni siquiera a Mauro; menos se lo expondría a la psicóloga cuando le preguntara a qué se dedica su esposo y cómo son sus relaciones conyugales.

Verónica suspiró al imaginar su posible respuesta: Hasta hace poco tiempo eran buenas a pesar de las dificultades y el cansancio. Pero a últimas fechas todo cambió. Mauro y yo discutimos mucho por la falta de dinero. Hemos llegado a decirnos cosas muy feas. Nos están lastimando y más a Darío.

III

El recuerdo de lo que había sucedido esa mañana en la casa la hizo refugiarse en el baño de la fábrica para llorar. Sandra la descubrió en esas condiciones y le preguntó qué le pasaba. Verónica no pudo explicarle el motivo. Si su madre viviera sólo a ella se lo diría:

“Cuando estábamos desayunando aproveché para recordarle a Mauro que, entre las rentas que no hemos pagado y los préstamos que nos ha hecho el agiotista, ya debemos 20 mil pesos. Es urgente pagarlos porque si no hasta a la cárcel podemos ir a dar. Él se enfureció. Me dijo que todo es culpa mía porque administro el dinero con las patas y me lo gasto en pendejadas. Lo acusé de hablador y poco hombre. Me golpeó y luego se fue dando un portazo.

Darío me encontró tirada en el suelo, llorando. Quiso saber qué tenía. Sin pensarlo le confesé que estaba desesperada por los 20 mil pesos que debemos. ¿Y sabes lo que me dijo? Pues véndeme. A una señora que también estaba así, muy apurada como tú, le dieron 20 mil pesos por su hijo. Le pregunté que en dónde había oído eso. Me respondió que en la tele. Me asusté de que cosas así estuvieran sucediendo. Darío me sonrió muy contento, satisfecho por darle solución a mi problema. No me puse a pensar que es sólo un niño, perdí el control, le pegué en la boca y le ordené que jamás, jamás, volviera a decir algo semejante. Enseguida me arrepentí. Lo abracé, le recordé cuánto lo quiero y que sin él prefería morir. Me contestó que no me pusiera así: cuando fuera grande se escaparía de su dueño para volver a mi lado.

Verónica no pudo decirle nada de eso a su compañera de trabajo y ésta, algo resentida, se limitó a sugerirle que pidiera una entrevista con la doctora Pimentel. A pesar de sus temores y dudas —¿qué le digo? ¿cómo se lo digo? ¿le cuento todo?— Verónica siguió el consejo. Mientras daban las cuatro de la tarde estuvo imaginando los términos de la conversación, lo que expondría y lo que no, al menos en esa primera entrevista.

IV

Su buena disposición se esfumó en cuanto estuvo frente a la psicóloga y ella se dedicó a preguntarle cosas sin importancia con el claro afán de ganarse su confianza: ¿Te imaginaste alguna vez que trabajarías en una fábrica de juguetes de peluche? ¿Cómo te llevas con tus compañeras? ¿A qué se dedica tu esposo? ¿Tienes sólo un hijo? ¿Te gusta ser mamá? Explícame cómo crees que puedo ayudarte.

Verónica dio respuestas breves y al fin perdió todo interés en aquel encuentro. La voz de la doctora empezó a sonarle lejana hasta que al fin dejó de escucharla. Lo único real eran el reloj y las paredes grises. No pudo soportarlas. Salió huyendo de la oficina olorosa a tíner y volvió a su mesa de trabajo. Leyó el recado de Sandra. No pude esperarte. Mañana me cuentas cómo te fue o si quieres llámame a mi cel. Sintió alivio de verse sola y no tener que inventar una entrevista que no pasó de unas cuantas preguntas fracasadas ante su obstinado silencio.

Verónica se queda inmóvil frente a la mesa repleta de osos, gatos, ballenas, perros, changos, leones de colores insólitos: todos de peluche. Piensa con ternura en los niños que jugarán con esos animales mucho después de que la vida les haya robado su infancia. Imagina a Darío solo en la casa, asomado a la ventana, esperándola, y anhela que él haya olvidado lo que sucedió esta mañana y convirtió a Darío en un adulto de siete años.

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