Colectivo La Digna Voz
La
sabiduría convencional aduce que el problema primario de este país es
la corrupción; una suerte de mal endémico que crece, se reproduce y
profundiza como la raíz de un árbol vetusto que agrieta, deforma y
lesiona el asfalto, y cuya única solución es la amputación violenta del
sujeto en cuestión. En esta lógica autorreferencial, unilateral e
instrumental del problema, las conclusiones suelen caer en un barranco
argumentativo fatalista: el mexicano es corrupto por naturaleza, y la
corrupción es un aspecto cultural inherente a la “esencia” de este
pueblo. A menudo se escucha decir, en un arrebato de obcecación
típicamente anti-didáctica, que sólo el exterminio de los mexicanos
resolvería de raíz el problema de la corrupción. Cabe decir, no
obstante, que esta ideologización despreciativa de lo “nacional”,
visiblemente pedestre y obtusa, se nutre e invoca desde el poder
constituido, y se suma al compendio de trapacerías que en México y
allende sus fronteras se esgrimen –con dolo– para referirse a un
presunto “carácter nacional”. Embriagados de colonialismo intelectual,
especialistas mexicanos instruidos en el extranjero en distintas
disciplinas ofrecen conferencias magistrales, ponencias, simposios,
donde las más de las veces –aunque unos con más grandilocuencia que
otros– arriban casi mecánicamente a la coronación de la misma
conclusión, la “misma gata” pero esta vez sin revolcar: a saber, que el
problema de México es la corrupción. En todo programa de gobierno
figura en lo más alto de los propósitos retóricos el combate a la
corrupción, como una especie de anexo complementario al combate a la
pobreza e inseguridad. Pero, es precisamente en nombre del combate a la
corrupción, pobreza e inseguridad que el Estado justifica sus fechorías
sistemáticas, su modus operandi destructivo.
Es
nuestra obligación discrepar con las razones que esboza, no sin matices
doctrinarios, la autoridad, especialmente cuando se trata de una
autoridad ilegítima, marcadamente corrupta (aquí si cabe el
calificativo). “Disentir de la justificación [e ideas] que aduce el
poder es la primera manifestación de una oposición contra él. Es la
ruptura del consenso social que invoca el poder” (Luis Villoro).
La corrupción es más bien síntoma y no causa de los conflictos que
acusa el país. En un país cuyas instituciones se rigen jerárquica y
capitalistamente, la generalización del abuso –la prerrogativa meta
jurídica– es un corolario natural. Y, naturalmente, allí donde la
escasez es más pronunciada, ya sea por exacción colonialista,
expoliación tributaria, depredación imperialista, latrocinio
intraelitista, o déficit productivo (que no pereza, subdesarrollo,
mediocridad, o cualquier otra cualidad negativa atribuida a los países
más pobres), la disputa por los recursos y el acceso a bienes asume una
forma más “sucia”, indecorosa, deshonesta, máxime cuando declina el
colaboracionismo y se pondera el más vulgar de los valores liberales:
la competitividad. El amiguismo, el influyentismo, el clientelismo, el
latrocinio llano, modalidades de corrupción consuetudinaria, son más
toscas y visibles en el contexto de un capitalismo rudimentario,
imperativamente atrasado. Pero sólo alcanzan a evidenciar el
pudrimiento del cuerpo social: México es un cuerpo enfermo; la
corrupción es tan sólo el síndrome más persistente, el efecto
secundario manifiesto, no la causa latente de los males.
Nadie se ocupa de los problemas originarios, que son más bien una
suerte de violencia fundacional, catalizadores de la corrupción: a
saber, la jerarquización de un pueblo; la primacía de una clase social;
la conformación de una sociedad con base en el privilegio y no el
derecho; la auto-inmolación de la soberanía en nombre del progreso; la
desvalorización del mundo humano en razón de la sobrevaloración de las
cosas.
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