Editorial La Jornada
De
acuerdo con un informe de la Convención sobre la Eliminación de la
Discriminación contra la Mujer, instancia de la Organización de las
Naciones Unidas también conocida como ONU-Mujeres, el gobierno mexicano
ha incumplido las recomendaciones que le fueron formuladas desde 2006,
entre ellas, el brindar a las féminas acceso efectivo a la justicia,
acabar con la cultura de la impunidad y eliminar figuras
discriminatorias en códigos civiles y penales de algunas entidades.
Mucho más grave, el Estado ha sido incapaz de poner un freno a la ola
de feminicidios, a las desapariciones de niñas y adultas en
todo el país y a la trata de personas, que desemboca por lo general en
explotación sexual y laboral.
A decir de Ana Güezmez, representante en México de ONU-Mujeres, sólo en 2010 ocurrieron 2 mil 335 muertes con presunción de feminicidio, lo que implicaría
más de seis mujeres asesinadas al día, en muchos casos con ingredientes de mutilación y violencia sexual. El dato, por cierto, hace aparecer como conservadora la cifra proporcionada hace dos días por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) de 5 mil 202 feminicidios perpetrados en el curso del sexenio que está por terminar, toda vez que parece poco probable que la mitad de esos crímenes se hubiera cometido en uno solo de los seis años de la administración calderonista.
Pero el asesinato de una sola mujer por el hecho de serlo sería ya
intolerable e inadimisble y es preciso ir más allá de las discrepancias
en los números: baste decir que son muchísimas las mexicanas que han
muerto como consecuencia de actitudes discriminatorias y de ámbitos de
impunidad, y muchas más las que han padecido y padecen en forma regular
o esporádica alguna forma de violencia de género o de discriminación
por esa causa.
Ciertamente,
la barbarie social contra las mujeres es un fenómeno con causas
múltiples y complejas, históricas y culturales varias de ellas, y sería
improcedente exigir a las autoridades federales, estatales y
municipales que la erradicaran en pocos años. Lo que sí cabe exigirles,
en cambio, es que eliminen los márgenes de impunidad y corrupción que
han hecho posible el pavoroso incremento de feminicidios en
diversas zonas del país, así como el auge del negocio de trata de
personas y de explotación sexual. En los casos de Chihuahua y el estado
de México, por citar sólo los más escandalosos, es claro que el feminicidio
no habría podido convertirse en epidemia sin un contexto de
ineficiencia y descomposición de los cuerpos policiales y acaso también
de los organismos jurisdiccionales.
Otro factor contextual que ha incrementado la violencia de género es
la estrategia oficial de combate a la delincuencia y al narcotráfico,
así como sus efectos colaterales: un mayor control de diversas regiones
del país por la criminalidad; la indefensión de sectores de la
ciudadanía ante la delincuecia y ante los excesos de las corporaciones
gubernamentales, y la incorporación masiva de mujeres a las actividades
delictivas, impulsadas por situaciones de desintegración social,
marginación, carencias educativas, pobreza y desempleo.
La administración federal entrante tiene ante sí, pues, la doble y
complicada tarea de sobreponerse a antecedentes negativos en materia de
protección a las mujeres y de formular políticas públicas y acciones
concretas que permitan hacer frente a la discriminación y a la
violencia de género, porque en tanto estos fenómenos subsistan, el país
no tendrá autoridad moral para llamarse civilizado.
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