Colectivo La Digna Voz
Extraña
calma la que envuelve al país tras la parafernalia electoral, tras la
mascarada de la modernidad democrática mexicana, atestada de
inverosímiles representaciones, disimulos vulgares, pifias cándidas e
infantiles. Antiguamente el poder en México se valía de avispados
actores e histriones, formados en escuela de avanzada, una suerte de avant garde
en materia de simulación política. Pero esta escuela pereció. Y con
ella cualquier resabio de legitimidad gubernativa. Sin más prenda que
la oficialidad protocolaria –o la reverencia mediática–, el poder
constituido luce desguarnecido, expuesto tal cual es: residual e
inútil. Poder irrenunciablemente autorreferencial. Condenado a la
medianía de una nomenclatura estulta. Gobierno de “eunucos”, advertía
Porfirio Muñoz Ledo. Mediocridad rampante en los pasillos del poder…
Pero, más allá de este atribulado sosiego poselectoral-transicional, o
de la estabilidad de la ordinariez, la impunidad, o de la serenidad
sepulcral de las fosas comunes, o del orden que impone una dieta de
hambre, horror y podredumbre existencial, nada cambia sustantivamente
en el país: México no cesa de vivir en vilo, en el borde de un
desfiladero, empobrecido, flagelado, ensangrentado.
La calma que
envuelve al país es tan sólo relativa: es la trágica tranquilidad de
los modernismos democráticos: estabilidad política a base de culatazos,
guerra, simulacros. Es la calma de las clases dominantes; el infierno
de las clases desposeídas. (“En cierto modo, la derecha tiene razón
cuando se identifica a sí misma con la tranquilidad y el orden: es el
orden, en efecto, de la cotidiana humillación de las mayorías, pero
orden al fin: la tranquilidad de que la injusticia siga siendo injusta
y el hambre hambrienta” –Eduardo Galeano). Se escucha hablar de
transiciones tersas, de alternancias asidas a la inviolabilidad del
orden jurídico. Pero esta tersura transicional es sintomática de cuán
desvalorizada está la institucionalidad dominante (que no hegemónica).
No pocos descreen de la autoridad formal, de los poderes establecidos.
La traición es previsible con anterioridad a cualquier ejercicio
cívico-político. La ingravidez indiferente es la norma ciudadana; la
nula capacidad de movilización emocional, la norma del poder. Ficción
jurídica, ficción política: circo sin pan, y circo nada más. Todo pende
de la inercia y el autoengaño. “Máscara el rostro y máscara la sonrisa”
(Octavio Paz). En este universo de entelequias e ilusiones sólo una
cosa resulta cierta, inexorable: “la perpetuación del actual orden de
cosas es la perpetuación del crimen” (Eduardo Galeano). Y como bien
observa Walter Benjamin: en este orden de cosas “ni siquiera los
muertos estarán a salvo del enemigo, si éste vence. Y este enemigo no
ha dejado de vencer”.
Realidad nacional que conduce a
contemplar una revisión del mito fundacional del valle de Anáhuac. En
el México pretérito y contemporáneo, ¿no es la serpiente la que devora
al águila? ¿No es el “extraño enemigo” el que insistentemente osa
“profanar con su planta” nuestro suelo? La teoría social dicta que las
instituciones son resultado de las estructuras, y las estructuras son
resultado de la luchas. Si tal axioma fuere cierto, sólo cabría
reconocer, sin subterfugios expiatorios, que las instituciones que nos
rigen son resultado de la supremacía de la tiranía y el aniquilamiento
endémico, eterno, de un pueblo y sus demandas, resistencias y luchas.
“Máscara el rostro y máscara la sonrisa”. La extraña calma que envuelve
al país –tranquilidad de cementerio y terror afónico– es la expresión
de un pueblo atrincherado e inerme, en condición de ostracismo en su
propio suelo patrio. Pero este pueblo, “detrás de sus mil máscaras,
auténtico” (Jodorowsky), reanudará, más temprano que tarde, el vuelo
redimido del águila.
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