Detrás de la Noticia
Ricardo Rocha
Búsquenlo en su sitio favorito, es un mensaje de alto impacto en Brasil y ahora en buena parte del mundo. En el marco de la Copa Confederaciones se llevó a cabo una singular protesta en la famosa playa de Copacabana en Río de Janeiro; ahí se “sembraron” 500 balones, sólo que pintados con notorias cruces rojas, como de sangre. Una condena social a la violencia y a los excesivos gastos del actual torneo, luego del Mundial de Futbol 2014 y apenas dos años después los Juegos Olímpicos 2016. Todo en el mismo país.
El caso es que de pronto aparece también un reconocido activista llamado Antonio Carlos Costa, presidente de la organización Río de Paz: “Tenemos aquí 500 balones de futbol que representan a 500 mil personas que fueron asesinadas en Brasil en los últimos 10 años. El país que organiza la Copa del Mundo y los Olímpicos permite que vidas humanas sean interrumpidas. El objetivo de esta manifestación es pedir a nuestras autoridades que así como demostraron voluntad política para la construcción de estadios magníficos siguiendo los patrones de la FIFA, que también construyan para la población hospitales con la calidad exigida por FIFA, escuelas con la marca FIFA y seguridad pública certificada por FIFA”.
En otras palabras, que gobierne la FIFA. Un mensaje que, con toda su serenidad e inteligencia, es, sin embargo, una durísima bofetada con guante blanco al gobierno que encabeza oficialmente Dilma Rousseff, aunque muchos digan que el cuasi mítico Lula Da Silva es el real poder tras el trono.
En cualquier caso, una clara muestra más del creciente descontento traducido en cientos de marchas en las ciudades más importantes del territorio —las más de las veces intensas y hasta violentas— que han ocasionado al menos cuatro muertos por enfrentamientos con la policía. Manifestaciones que, por cierto, han generado interpretaciones tan absurdas como las que pretenden explicar por qué los brasileños se volvieron locos de un día para otro y ahora reniegan del futbol, que ha sido su religión.
Nada más absurdo y falso. Lo que ocurre en Brasil es resultado de la suma histórica de las décadas recientes. Sobre todo desde el arribo de Lula al gobierno, que generó lo que mi admirable maestro David Konzevick llama una “revolución de expectativas”. Que el propio Lula satisfizo, pero a medias: en lo financiero el Plan Real, en lo económico un neocapitalismo que apenas mira a la izquierda y en lo social su famoso y exportable programa Hambre Cero. Lo malo es que estructuralmente Brasil también se quedó en cero. Aunque ello no evitó los resplandores momentáneos que en una suerte de espejismo lo han llevado a ser considerado el único país latinoamericano digno de figurar en el selecto grupo de economías emergentes que conforman los célebres BRICS. Una fantasía que ahora se desdibuja ante la cruda realidad del desempleo, la carestía, la corrupción y la paradoja de un gobierno que se creyó sus propias mentiras y compró todos los grandes reflectores mundiales: la Confederaciones, por qué no; la Copa del Mundo, por qué no; los Juegos Olímpicos, por qué no. Gastos que van —según diferentes cálculos— entre los 15 mil y 50 mil millones de dólares y que los brasileños no están dispuestos a cargar en sus hombros.
Una explosiva irritación social que ha llevado a la señora Rousseff a ofrecer un plebiscito para una reforma del Estado. Como si fuera posible construir primero un andamiaje endeble y luego los cimientos. Todo ello en un país gobernado por la FIFA, la más inflexible, corrupta y despiadada de las instituciones globales, que tiene 209 naciones afiliadas, 16 más que la ONU, y cuyo presidente, Joseph Blatter, salió huyendo de Brasil luego de pedir a voz en cuello “juego limpio” para la presidenta por el abucheo estruendoso en la ceremonia inaugural de la Confederaciones. No, 75 de cada 100 brasileños inconformes no están locos. Su gobierno, puede que sí.
@RicardoRocha_MX
ddn_rocha@hotmail.com
Periodista
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