Carlos Bonfil
Fotograma del trepidante filme dirigido por Juan Carlos Maneglia y Tana Schembori
Acción mutante. La intriga cómico-rocambolesca de 7 cajas podría suceder en cualquier lugar del mundo: un mercado de Estambul, una favela
carioca, o entre vendedores ambulantes del Centro Histórico de la
ciudad de México. Se produce, sin embargo, en el lugar más
insospechado: un mercado populoso en Asunción, Paraguay, país con una
exigua producción fílmica prácticamente desconocida en el nuestro.
Hace ya varios años se proyectó fugazmente aquí, en un festival capitalino, Hamaca paraguaya (2006),
de Paz Encina, melancólica cinta de autor sobre dos ancianos en espera
inútil del regreso de su hijo de una guerra lejana. Con largos planos
fijos, ausencia casi total de diálogos y ritmo muy lento, la cinta
permitió vislumbrar una propuesta narrativa emparentada con el cine
minimalista de Argentina o de Uruguay, los países vecinos. Lo que ahora
sucede con 7 cajas, trepidante largometraje de la dupla de
realizadores de cortos y series televisivas Juan Carlos Maneglia y Tana
Schembori, es algo radicalmente opuesto al relato contemplativo, y muy
cercano, en ritmo y factura, a un thriller negro como Ciudad de Dios (2002), filmado por Fernando Meirelles, en Brasil, otro país vecino.
En el enorme mercado que cubre ocho cuadras de la capital paraguaya,
capturado en toma cenital sobre sus techados y en recorridos muy
veloces por sus pasillos sombríos, el joven cargador Víctor (un Celso
Franco formidable) sueña con tener algún día una gran proyección
mediática, ser estrella de televisión o algo parecido. Por lo pronto,
se conformaría con un teléfono celular provisto de
filmadora, y para comprarlo acepta el encargo de transportar, a cambio de un billete de 100 dólares (cortado a la mitad como anticipo, recuperable el resto al momento de la entrega), siete cajas de madera, de contenido misterioso, posiblemente turbio. La tarea, en principio sencilla, pronto se complicará aparatosamente.
Esta pequeña premisa narrativa es el punto de partida para una
avalancha de peripecias y contratiempos donde delincuentes menesterosos
asedian al transportista adolescente, quien debe lidiar también con la
irascible rivalidad de otro joven que le disputa la encomienda, todo
bajo la persecución cómicamente lánguida de un cuerpo policiaco
corrupto.
La cinta parece precipitarse primero en el universo de farsa y gran guiñol del español Alex de la Iglesia (La comunidad, 800 balas),
pero luego recupera una ligereza de tira cómica juvenil, dosificando
astutamente los detalles grotescos, acentuando el carácter
irremediablemente fallido de los mafiosos y exponiendo con humor la
corrupción generalizada. Todo ello en los dos idiomas oficiales de
Paraguay, el español y el guaraní (subtitulado), y los agrios gritos en
coreano de comerciantes inmigrantes que, sin subtítulos, son todavía
más divertidos. A este turbio paisaje urbano, Babel cacofónica, lo
completa una mínima trama romántica entre Víctor y su simpática
acompañante Liz (Lali González, también notable), quien en silencio
suspira por él, llevándole a menudo la contraria, pero secundándolo
aguerridamente en todas sus acciones.
A los ingredientes convencionales y previsibles de este thriller
romántico paraguayo se añade, como aspecto novedoso, la intervención
constante en la trama de los dispositivos celulares. Una llamada
oportuna o un fallo en la energía agilizan o entorpecen las acciones.
Delincuentes y policías viven atentos, por igual, al poderío de esa
comunicación instantánea. La necesidad de un personaje (obtener el
dinero del encargo para pagar la medicina de un hijo) se ve rápidamente
eclipsada por la ambición de Víctor, su rival, quien sólo desea el
dinero para comprar un celular con cámara, extasiarse con sus selfies
y filmar todo lo que le rodea. Pasmado frente a las pantallas que en
circuito cerrado multiplican su imagen, o frente a la televisión que
luego refiere sus desventuras, el joven cumple, por un momento, su
anhelo más preciado, el instante de celebridad que lo arrancará de tajo
del anonimato, a la manera de un Rupert Pupkin latino (El rey de la comedia, Scorsese, 1982), de forma sin duda menos trágica y patética, pero con una ilusión semejante, vastamente compartida.
Se exhibe en Cinépolis Diana, Buenavista, Plaza Universidad y varios más.
Twitter: @CarlosBonfil1
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