Todas
las mañanas, rumbo a su trabajo, Arcelia se detiene en un puesto de
periódicos. Mientras espera el microbús, se distrae mirando las
portadas o leyendo encabezados que a los pocos minutos se le confunden
o se borran en su mente; sin embargo, por excepción, recuerda una nota
que leyó el viernes:
Los trabajadores que viven en el estado de México y trabajan en el DF, o viceversa, gastan un promedio de 88 horas mensuales en los viajes de ida y vuelta.
Más tarde, al ver a las personas que viajaban a su lado, primero en
el microbús y luego en el Metro, Arcelia pensó en cuántas horas de su
vida habrían invertido en recorrer distancias interminables. Por su
experiencia llegó a una conclusión: de seguro muchas más que las
consignadas en el periódico.
Durante el resto de su viaje rumbo a La Purísima sintió curiosidad
por saber cuántos minutos de su vida gastaba a diario en ir y venir de
su casa en Ecatepec a la calle de Roldán. Apenas llegó a la cerería
tomó una hoja de papel y multiplicó 88 por 60. El resultado fue de 5
mil 280 minutos equivalentes a 316 mil 800 segundos. Como nunca antes
lo había hecho, se dio cuenta de que ninguna fracción de ese tiempo
perdido volvería. Pasó el resto del viernes agobiada por una extraña
sensación de quebranto.
II
Por la noche, mientras servía la cena, Arcelia le
preguntó a Víctor, su marido, si alguna vez se había puesto a pensar en
cuántas horas le tomaba ir y venir, de lunes a viernes, al depósito de
cartón en donde trabajaba haciendo de todo: desde seleccionar el
material hasta llevarlo a la planta de reciclaje.
Víctor desconfió de la pregunta y se puso a la defensiva:
No entiendo a qué viene eso; pero si quieres reclamarme algo dímelo claro en vez de salirme con preguntitas babosas. Pudo haber sido el principio de un disgusto que, como en otras ocasiones, terminaría con un portazo y la desaparición de su marido al menos por esa noche.
Para evitarlo, Arcelia le explicó a Víctor lo que había leído en el
periódico. Enterarse de que millones de hombres y mujeres gastaban a la
semana 88 horas de su vida en ir y regresar de su trabajo, le había
provocado mucha lástima por esas personas. Víctor retiró su plato:
¿Por qué? Ni las conoces. Arcelia se impacientó:
Porque soy una de ellas y me parece terrible desperdiciar tiempo que podría invertir en otra cosa. Él se apoyó en el respaldo de la silla y la miró condescendiente:
¿Como en qué, por ejemplo?. Arcelia respondió ilusionada:
En la casa, en pasearnos un poco, en estar juntos.
Víctor se inclinó hacia ella y bajó la voz:
Te lo pido todas las noches pero nunca quieres. Siempre llegas de mal humor, o te duele la espalda o me dices que estás cansadísima. Francamente no veo de qué: envolver cirios no ha de ser cosa del otro mundo, ¿o sí?Arcelia se vio menospreciada y no quiso tolerarlo:
No dirías lo mismo si tuvieras que pasarte ocho horas de pie, atendiendo a toda clase de personas y soportando el carácter de doña Carmen. Te juro que ya no la aguanto.
Víctor entrecerró los ojos:
Lo que quieres es salirte de trabajar y pones de pretexto las horas perdidas en ir y venir, el mal humor de tu patrona, la friega que es batallar con la clientela y encima de todo el cansancio: tu palabra predilecta. Arcelia contratacó:
Eres tú quien me sale a diario con que: Mejor mañana. Hoy vengo muy cansado. Voy a decirte lo que me dijiste a ver qué sientes: No creo que sea cosa del otro mundo levantar cartones. Víctor adoptó un gesto de superioridad:
No son tres kilos, pendeja, son toneladas las que cargo.
Los esfuerzos de Arcelia por evitar la violencia desaparecieron y se volvió amenazante:
Te lo advierto, imbécil: no vuelvas a llamarme pendeja...Víctor respondió contundente:
¿Qué, pendeja, qué? Y si no quieres que te diga así, no digas pendejadas. Al oír ese argumento Arcelia llegó a una conclusión:
Ah, ya entendí: te enojaste porque te pregunté si habías pensando en las horas que...Víctor dio un manotazo:
No me hagas otra vez tu preguntita: ni quiero ni me interesa contestarla. Lo único que sé es que mañana, pasado mañana y todos los días de mi vida seguiré yendo y viniendo a mi trabajo, como lo he hecho siempre. Así son las cosas y punto. Si no te gustan ¡peor para ti!
III
Va para una semana que discutieron y siguen
distanciados. Mantienen una línea divisoria en la cama, se hablan lo
indispensable y evitan mirarse: todo porque a Arcelia se le ocurrió
comentarle a Víctor la nota del periódico y el efecto que había tenido
sobre ella. Después le hizo una pregunta y allí comenzó el desastre.
Arcelia se propone reconciliarse con Víctor y olvidarse de andar
pensando en el tiempo que invierte cada día en venir a La Purísima para
quedarse allí, hora tras hora, esperando que alguien llegue. La
perspectiva ahonda el cansancio que le dejó el insomnio. Retrocede y se
apoya contra el exhibidor de madera. Es muy antiguo, tanto como la
vitrina, el reloj de pared con números romanos y la silla giratoria con
respaldo de mimbre que se encuentra en el despacho de su jefa.
Arcelia sabe que esos muebles ya cumplieron cien años. De muy buena
madera, permanecerán en el sitio donde siempre han estado hasta mucho
después de que ella pierda el trabajo: doña Carmen la tiene amenazada
con despedirla si vuelve a llegar tarde.
La última vez que cometió la falta, su patrona le anunció el
inevitable descuento de su sueldo. Arcelia no pudo evitar el castigo ni
siquiera porque aclaró el motivo de su tardanza: una muchacha se había
arrojado a las vías del Metro y fue necesario suspender el servicio
mientras retiraban sus restos: ella sólo había visto la cabellera
ensangrentada, desprendida de la cabeza.
El recuerdo de la escena la estremece y le despierta interés por la
suicida: ¿Cómo se llamaba? ¿A dónde iba? ¿En quién pensó al final?
¿Dijo algo? ¿Cuántas horas de su juventud habría perdido en ir y venir
de algún trabajo?
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