Miguel Concha
Pareciera que hoy
México se coloca en el centro de la atención internacional en la
discusión sobre el tema de los organismos genéticamente modificados
(OGM). Han pasado ya algunos años desde que la lucha de las
organizaciones sociales y las comunidades indígenas y campesinas abrió
paso para evidenciar los intentos de empresas trasnacionales, coludidas
con el Estado, para introducir de manera masiva y sembrar OGM en
nuestros territorios.
Sin duda la resistencia de las comunidades para mantener sus métodos
agroecológicos, su arraigo e identidad con el maíz y otros cultivos y
actividades relacionadas con prácticas que por siglos les han permitido
una subsistencia digna, han hecho que se sostengan en gran parte las
exigencias por el respeto a sus derechos. Asimismo, y sabiendo que
México es centro de origen del maíz, y los riesgos que acarrea la
siembra de OGM y los posibles daños a la salud humana, ciudadanos
mexicanos en su papel de consumidores, junto con científicos, defensores
de derechos humanos, ambientalistas y miembros de comunidades indígenas
y campesinas, emprendieron acciones ante tribunales nacionales,
dirigidas a hacer justiciables derechos humanos que potencialmente
serían violados, o ya les han sido conculcados.
Me refiero a la acción colectiva contra el maíz transgénico, en cuyo
caso el segundo tribunal unitario en materias civil y administrativa del
primer circuito recientemente determinó confirmar la suspensión
provisional que impide tramitar y otorgar permisos de siembra o
liberación al ambiente de maíz transgénico en todo el país. Me refiero
también a los amparos que comunidades de apicultores mayas
interpusieron, y que la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN)
resolvió el pasado 4 de noviembre en su segunda sala, la cual definió la
necesidad de garantizar el derecho humano a la consulta previa, libre e
informada en relación con los permisos otorgados a Monsanto para la
siembra de soya transgénica por la Sagarpa.
En ambos casos, y de primera mano, hemos podido constatar los
obstáculos que incluso instituciones de gobierno han puesto a la
justiciabilidad de estos derechos, ya no digamos las empresas
trasnacionales que, dicho sea de paso, se han encargado de difamar a
quienes formamos parte de alguno de estos juicios como quejosos, y de
malinformar a la ciudadanía sobre las supuestas bondades de los OGM.
Respecto del tema de la soya transgénica, la SCJN dio un paso
importantísimo en la garantía de los derechos a los pueblos indígenas.
Sin duda, los pueblos ganan, pues se ha sentado un precedente para que
con este mismo criterio se obligue a las instituciones involucradas en
conflictos ambientales a respetar y proteger los derechos reconocidos,
por ejemplo, en el Convenido 169 de la OIT.
Sin embargo, la Corte se abstuvo de ir al fondo del asunto en cuanto
al principio precautorio, el derecho al medio ambiente y el tema de la
inocuidad de los OGM. Rehuyó debatir sobre el uso y comercialización de
estos organismos, los riesgos que implica su liberación al ambiente de
forma masiva, y las implicaciones que tiene su contacto con otros
cultivos o actividades productivas, como la apicultura. Sin que se
demerite lo logrado en el caso de los apilcultores, lo cierto es que
requerimos debatir cuanto antes sobre la factibilidad o no de los OGM,
echando mano de argumentos científicos como los que ha dado al por mayor
la Unión de Científicos Comprometidos con la Sociedad (UCCS), que ha
sostenido la inviabilidad del uso de OGM.
Para el caso de la acción
colectiva contra el maíz transgénico, por fortuna se ha confirmado la
medida cautelar de manera provisional. Lo deseable es que sea
definitiva, para pasar al juicio e ir al fondo del asunto.
Así se abriría nuevamente la posibilidad de debatir seria y
decididamente sobre los transgénicos. Para la colectividad contra el
maíz transgénico, la demanda implica la posibilidad de avanzar en la
justiciabilidad de derechos humanos relacionados con el patrimonio
biocultural del país, y si el Poder Judicial sentencia en favor de ella,
entonces el beneficio será para todas las personas que producimos o
consumimos maíz nativo en México; es decir, la gran mayoría de los
mexicanos. De estas dos experiencias se desprenden tres reflexiones:
1)
La justiciabilidad de derechos relacionados con derechos colectivos,
económicos, sociales y ambientales implica un reto para las
instituciones judiciales. Quienes imparten justicia están obligados a
cambiar el paradigma de derechos ceñido al campo de los derechos civiles
y políticos, para ahora hacer efectivos los pricipios de integralidad e
interdependencia, cuya importancia radica en evitar jerarquizar unos
sobre otros, y ampliar el marco de su protección, incluyendo en esto el
procesamiento de estos casos no de manera individualizada, sino en
grupo. Y en el caso del maíz, de todas las personas que lo consumen o
producen, y que habitan o transitan por México.
2) México requiere
debatir a fondo sobre los transgénicos. La visibilidad nacional e
internacional que han cobrado los dos casos que menciono no radica
únicamente en lo que resuelvan instancias judiciales, sino también en la
posibilidad de una postura del Estado en relación con el uso y
comercialización de OGM.
3) Aunque las estrategías jurídicas han sido
hasta ahora efectivas, cosa que contribuye a la exigibilidad de
derechos, también es cierto que la defensa de nuestros bienes comunes
naturales halla su epicentro en el fortalecimiento y solidaridad con y
entre las comunidades, quienes en sus milpas, en sus territorios,
cosechan y producen alimentos que nos garantizan una alimentación
digna, sana y de calidad, como la miel y el maíz nativo.
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