Carlos Bonfil
Fotograma de la cinta del realizador sueco Roy Andersson
Una paloma reflexiona…
y observa. Contempla, desde la rama de árbol en el museo de ciencias
naturales donde permanece disecada, los extraños comportamientos de
personajes sombríos, extremadamente pálidos, que parecen haberle tomando
la delantera a la muerte. Sigue observándolos, ahora sin ser vista,
todavía inmóviles e inexpresivos, en una parada de autobuses, al
finalizar la película.
Esa paloma es la cámara, casi siempre estática, en esa reunión de 30 viñetas que es Una paloma reflexiona sobre la existencia desde la rama de un árbol (2014), segmento final de la llamada Trilogía de una vida, del cineasta sueco Roy Andersson (Canciones del segundo piso, 2000, y Tú que estás vivo, 2007).
De modo más radical aún que en sus cintas anteriores, el también
realizador de corrosivos cortos publicitarios (el mejor del mundo, según
afirmaba su compatriota Ingmar Bergman), el punto de vista sobre la
sociedad nórdica es, en Una paloma reflexiona…, irónico y
tajante. Sus equivalentes en un manejo semejante de la comedia del
absurdo podrían ser el holandés Alex van Warmerdam (Borgman, 2013) o el austriaco Ulrich Seidl (Import/Export,
2007). Y es que la mirada crítica es aquí desencantada, en ocasiones
feroz. Sus primeras tres viñetas, de concisión ejemplar, muestran tres
desenlaces fúnebres en tono de humor negro, un paso más allá de lo que
presentan los inicios de cada capítulo en la estupenda serie televisiva Six Feet Under (Alan Ball, 2001-2005).
Sigue, a la manera de hilo conductor del relato fragmentado, la triste saga de Sam y Jonathan, dos vendedores de gadgets
para divertir (colmillos extralargos de vampiro, una caja de risa y una
grotesca máscara de hule). Los vendedores, metódicos y parcos al
presentar la mercancía, son la antítesis perfecta del objetivo de su
venta: son a la vez grises y deprimentes; uno, siempre al borde del
llanto; el otro, invariablemente indolente y cansado.
La vitalidad no impera precisamente en este reino nórdico
donde la gente se reúne durante largas décadas en el mismo bar, para
matar el tiempo o para que éste acabe pronto con ellas. Tampoco queda
mucha vida en hospitales que son prolongación de los albergues para
inmigrantes y gente pobre, y donde Sam y Jonathan, los flaubertianos
Bouvard y Pecuchet del comercio ambulante, rumian su miseria moral y
atisban algo de la fraternidad que les permitirá seguir adelante. Un
episodio genial traslada la trama al siglo XVIII, con un rey, Carlos
XII, que parte desafiante a una guerra imperial contra los rusos, sólo
para regresar escarmentado y vencido en una aventura patriotera que
tanta semejanza guarda con las actuales cruzadas militaristas.
Otra viñeta sulfurosa muestra una elaborada tortura colonial de
esclavos negros para deleite musical de una rancia burguesía europea.
Así, una paloma observa, en efecto, los despropósitos reiterados de una
humanidad petulante y satisfecha.
No todas las viñetas son afortunadas; algunas incurren incluso en una
reiteración fatigosa. Roy Andersson sigue siendo, sin embargo, el
cronista social más vital e inclasificable del cine nórdico. Su nuevo
proyecto, llevar a la pantalla el clásico del vitriólico novelista
Louis-Ferdinand Céline, Viaje al fin de la noche (1932), es muestra elocuente de cómo este maestro septuagenario puede y suele ser original y temerario.
Se exhibe en la sala 1 de la Cineteca Nacional a las 15 horas.
Twitter: @Carlos.Bonfil1
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