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La semana pasada un amigo me envió una fotografía de la Mujer
Araña. Me la envió con la mejor intención, le pareció interesante. Así
nada más, en toda ingenuidad. Me quedé catatónica. Con Mujer Araña (con
mayúsculas) no me refiero a ninguna osada spider girl de las
que escalan paredes, dan saltos espectaculares y se pasean colgadas de
un helicóptero con un hilito delgadísimo, pero resistente. La spider girl, a fin de cuentas es humana, divertida, inteligente y hasta bien guapetona, su arañeidad
(por llamarle de alguna manera bien concreta) no sólo no le resta, sino
que le suma. Tiene poderes y los pone al servicio de la justicia y el
bienestar común. Cosas de esas muy admirables, bien feministas y hasta
heroicas.
La otra Mujer Araña, la de las ferias, a esa me refiero. Por si
tuvieron la fortuna de no conocerla, pueden observarla en la imagen.
Espero que lo hagan de día, ya ven que luego la noche es bien traidora.
Paseaba su infinita desgracia de plaza en plaza. Dolida, resentida,
amargada, arrepentidísima. Por momentos (según quien la personificara)
ligera o brutalmente histérica. También conmovedora, es lo peor, una no
podía odiarla así nada más.
También la quería, deseaba adoptarla, llevársela a su casa y ser su
amiga. Un tormento de ambivalencias. Pero en general, la señora tendía a
ser cruel y despiadada en sus respuestas. Implacable. Quizá me tocó ver
a una Mujer Araña buena persona y no la recuerdo. Le pido unas
disculpas retrospectivas por mis fallas de memoria. Aquello era tan
horrible, que toda ola empática quedaba sepultada por la inminencia de
la amenaza. ¿Existirá todavía? ¿Continuará atormentando infancias
femeninas con sus patas peludas? Nunca he vuelto a verla anunciada por
ningún lado, de todas maneras, si me tropezara con su carpa, saldría
corriendo en la dirección contraria.
¿Cuántas niñas se mordieron las uñas desesperadas en esas carpas?
¿Habré sido la única? Nunca he interrogado a mis amigas, tal vez ya es
tiempo de hacerlo. Quizá mi amigo me envió la foto con tanto desparpajo,
porque nunca hubo hombre araña alguno en ninguna feria. Y miren que me
fijé. Lo busqué ansiosa porque estaba ansiosa por entender el mensaje.
Descifrar los detalles del misterio. Ningún varón se convirtió en araña
por desobedecer a su mamá. Es un hecho. Así de injusto e inequitativo:
Desobedecer con grandes letras se conjugaba en femenino. Niñas del
mundo, parecían decirnos: a obedecer se ha dicho. Como si se pudiera.
Es sábado de feria. Un señor vestido con un frac deslucidísimo y
marcado por los planchazos anuncia -micrófono en mano- el plato fuerte
de entre todos los espectáculos: La Mujer Araña. La mujer que “por
desobedecer a su mamá se convirtió en araña”. “¿En araña?” Se dice la
pobre niña bajitito, como una pregunta aterradora lanzada al abismo.
¿Acaso semejante cosa es posible? Pero, ¿podría un adulto en frac
anunciar así en púbico algo que no es posible? ¿Entraría tanta gente al
espectáculo si no fuera posible? Hay cola. Hay personas que hasta comen
palomitas y cacahuates tranquilamente mientras hacen la cola.
“¿Quieres entrar?”. La niña dice que sí de inmediato. Ya trae el
corazón al borde del precipicio. Seguro es una niña muy desobediente. La
más desobediente de todas las niñas. Entrar suena a película de horror,
como la de “El niño de piedra” que le causó pesadillas por meses, pero
no entrar es permanecer en la ignorancia ante una amenaza de dimensiones
muy considerables. Inminente. No entrar es peor. La niña entra a la
carpa de la mano de su madre. Allí está la personaja. Ocupa todo el
escenario. Con fondo de una tela negra, una cabeza de mujer mira al
público. Triste. Tristísima. No tiene cuerpo. Es decir, sí, de su cuello
salen unas espantosas, repulsivas, peludas patas de araña.
La niña tiembla. La expresión de la mujer cambia de la tristeza a la
amenaza, de la amenaza al odio. El público puede hacerle preguntas. La
niña se sorprende de las boberías que preguntan: “¿Qué comes?”. “¿De
niña ibas a la escuela?”. “¿Cómo era tu mesa-banco?”. ¿A quién podrían
importarle esas tonterías? ¿Qué más da lo que una coma una vez que ya es
araña? Preguntan y devoran sus papas fritas como si nada. Aunque las
apariencias engañan. La niña entonces era católica y asistía a una
escuela religiosa. Convocó a la virgen de Guadalupe, a San Francisco de
Asís (que era su santito preferido), a San Martín de Porres (otro de sus
preferidos). “Que nunca me pase eso, por favor, cualquier cosa menos
eso. Si soy una araña, ¿quién me va a querer? ¿Quién se va a casar con
una araña?
Por allí un adulto grita: “Es un truco”. Ya está. Las cortes
celestiales escucharon sus plegarias. Pero la niña no logró descubrir el
truco. Ni en esa ocasión, ni nunca. A esa visita siguieron otras. En
esa y en más ferias. “Por desobedecer a su mamá se convirtió en araña”.
En alguna ocasión, envalentonada porque se había confesado el día
anterior, se atrevió a preguntar: “¿En qué desobedeciste a tu mamá?
¿Cuál desobediencia? ¿Cuál? ¿Eres araña desde chiquita?”. La mujer que
en esa ocasión tenía los cabellos pintados de rojo (era horrible: el
rojo de los cabellos, los ojos maquilladísimos, las patas peludas)
respondió de una sola tirada: “Como de tu edad, así como de tu edad me
convertí en araña, en araña me convertí, por las desobediencias, una
niñez de puras desobediencias”.
La niña lo supo al instante: estaba frita. “Las desobediencias”. El
absoluto. ¿Quién puede no caer en alguna funesta desobediencia? Pero la
niña sabía más de lo que ahora confiesa. Sabía que hay una desobediencia
más culposa que todas las otras. La Desobediencia a una prohibición
clarísima. Dicha o no dicha. Clarísima. No es casualidad que esa pobre
niña –ahora mitad insecto, mitad mujer- haya perdido justo su cuerpo. Un
dato duro, ¿no? No perdió su inteligencia, ni su posibilidad de hablar,
ni su hambre, puesto que dice que come insectos más pequeños y hasta
ratones crudos. Perdió su cuerpo. “Una niña tiene que cuidar de su
higiene con mucho esmero. Pongan mucho cuidado al bañarse, al asearse.
Pero que el aseo no sea un pretexto para tocarse donde no se debe”. La
mirada inquisidora recorre el salón de clases. “Dios está en todas
partes”.
¿Dónde no se debe? ¿Sí estará en todas partes? La niña se hace la
hipócrita, sabía muy bien donde sí se debe y donde no se debe, porque se
siente distinto donde no se debe que donde sí se debe. También porque
hay experiencias que casi cualquier niña sabe –a la mera intuición- que
jamás de los jamases se le platican a un confesor. “Dime tus pecados”.
Ella tenía su letanía siempre a punto: “Dije una mentira (o dos), dije
una grosería (o dos), no hice mi tarea, no le presté a mi amiga mi juego
de matatena”. Sale y sonríe ingenua, fresca y campirana.
La mujer araña de niña perdió su cuerpo porque desobedeció en su
cuerpo. Esa fue la conclusión a la que llegó la pobre escuincla en una
de esas carpas siniestras y polvorientas, frente a esa figura sufriente.
Sufriente y malvada, hay que decirlo. Como que la mayoría de las
veces, lo disfrutaba la Mujer Araña, como que sentía bonito de pensar
que una vez ella condenada por la maldición de la desobediencia, estaba
sabroso deseárselo a las demás.
La niña miraba obsesivamente su cuerpo, constataba sus extremidades,
se sabía al borde del diluvio. “Ya nadie me va a querer”. La niña
adoraba ciertos tipos de irrenunciables Desobediencias. Quizá la amenaza
más cruel era la de convertirse en araña muy prontito, tan prontito
como para ni siquiera tener tiempo de que se desarrollaran sus senos.
Conocer el amor. Las lágrimas, el sudor y el sexo. Perdería todo antes
de tenerlo. Alguna vez preguntó cómo era el truco y si era un truco.
“Pues no sé, pero qué importa, tú no tienes nada de qué preocuparte, tú
no eres una niña de esas”. Después se fue olvidando del asunto. Bueno,
al menos el “asunto” dejó de figurar entre sus preocupaciones
conscientes y cotidianas. Ni para qué insistir, ¿cómo desilusionar a su
pequeño mundo? Sí, ella sí era una niña “de esas”.
¿A quién pudo ocurrírsele inventar un personaje tan temible? ¿Quién
se tendió en su cama a imaginar los mecanismos para ocultar un cuerpo
femenino y colocarle esas patas tan repulsivas? No me es dado creer que
la idea les pareció divertida. ¿Y de qué tamaño y qué tan perseguidor
podría ser el super ego de un adulto a quien además se le ocurre
agregarle aquello de “por desobedecer a su mamá?” Un amigo de Veracruz y
una amiga de Nuevo León me cuentan que la conocieron en sus infancias,
pero que allá era: “Por desobedecer a sus padres se convirtió en
araña”. Lo que ya repartía de una manera muy distinta los territorios
de la desobediencia y sus condenas. Pero también los territorios de las
responsabilidades filiales.
Por alguna razón en Tabasco, desobedecer al padre no traía consigo
una maldición tan tremenda. ¿Sería el caso? ¿De dónde vendría nuestra
mujer araña y por qué su publicidad era distinta? ¿Será que en Tabasco
se daba tan por hecho que la educación de una niña era la entera
responsabilidad de la madre, al punto que ni siquiera se les ocurría
mencionar al papá? ¿O será que allí los papás eran considerados - todos
ellos y sin falla- buenísimas personas incapaces de arañizar a
una hija? Podríamos darle cantidad de vueltas, por ejemplo: leyeron “La
metamorfosis” de Kafka y salieron de allí oscuramente inspirados. O que
la mujer que se convirtió en araña por desobedecer a su mamá nombra (a
hurtadillas) ese particular conflicto/rivalidad/malentendido específico y
tan común entre la madre y la hija.
No es que suponga que en la feria se ponían bien divaneros y bien
freudianos para planear sus espectáculos, es solo que ese conflicto
madre/hija con frecuencia está allí, y ambas lo saben, aunque nadie lo
nombre. Aunque lo nieguen por “inaceptable”. Es como una corriente
silenciada, subterránea, que forma parte de la cantidad de indecibles
que atraviesan las relaciones familiares. Entonces de pronto por allí
aparece una señora, o un señor, a quien se le ocurre inventar a una
mujer condenada en su cuerpo a ser un insecto, sin saber ni de dónde le
viene una idea tan cruel y disparatada.
En todo caso y en resumen: la amenaza estaba dirigida a las niñas.
Era un cuerpo de niña el que corría el riesgo de transformarse en araña.
Eso le pasaba por Desobediente. Una vez cometidas un cierto número de
desobediencias, o ciertas Desobediencias (difícil saber si aquello era
de calidad o de cantidad) la niña estaba frita. Sólo una forma de vida:
la soledad infinita. La eterna desamada. Sólo un oficio posible: pasear
su miseria de carpa en carpa. Amenazar niñas con voz resentida y
temblorosa.
Ya entradas en gastos, bastante más deseables los destinos de “La
bella durmiente”, “La Cenicienta”, hasta el de “Caperucita”. ¿No eran
envidiables? Si te quedas dormidita no te pasa nada. Dormidita a tus
horas y con los brazos y las manitas -en las que suelen terminar los
brazos- extendidas por encima de las sábanas. Bañarse rapidito y con
camisón. Dormidita. Dormidita y llega un príncipe y te rescata. O un
leñador. Alguien te “rescata”, ¿verdad? Pero ¿a quién se le ocurriría
andarse dando de besos con la Mujer Araña? Unas se ganaron palacios y
Caperucita la libertad del bosque. ¿No es lindo? Ningún destino
femenino más desgraciado que el de la Mujer Araña.
Me río, pero sólo de ladito. Que una niña conociera su cuerpo, que
deseara aprehenderlo; le arrebataba el cuerpo. Me río, pero sólo de
ladito. O sí, sí que a la larga o a la corta entendíamos el mensaje. Y
el castigo -para peor- nos llegaría por los poderes oscuros de otra
mujer: acá no era la “malvada madrastra” (lo que como quiera es un
alivio), sino La Madre. Creo que las niñas tabasqueñas teníamos una
salida casi como de manual freudiano: correr hacia los brazos del
padre. En fin, no lo sé, invento. Siento el deseo de hacer una
encuesta: ¿Te sucedió conocer a la Mujer Araña? ¿Creíste que era de a de
veras? ¿Cómo te deshiciste de ella? ¿Te deshiciste de ella? ¿Puedes
jurarlo?
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