¿Quién es Ricardo Anaya, panista desde el 2000, que presume en su
biografía haber “trabajado” con Monsiváis (el intelectual más crítico
del PAN, de su doble moral, de su homofobia y su criollismo), y que en
2002 fue secretario privado del gobernador queretano Francisco Garrido
(una administración muy homófoba en esa entidad) y después se vuelve un
súbito interesado en el turismo como subsecretario de la dependencia
federal en el gobierno de Felipe Calderón?
¿Quién es Anaya que un día dice admirar a Octavio Paz, por El laberinto de la soledad,
y después pretende ser una especie de Steve Jobs de región cuatro,
promete gobernar con apps, comprar sándwiches en Amazon e impresionar
con una escenografía al estilo Mark Zuckerberg?
Lo único que queda claro es que Anaya es tan inteligente que, como el Zelig de
Woody Allen, tiene una amplia capacidad camaleónica para ocultar sus
ambiciones y tantas personalidades que un día es lambiscón con
Monsiváis, otro día con Hugo Gutiérrez Vega en la Universidad de
Querétaro (ambos enemigos de la ultraderecha) y una década después se
vuelve admirador de Diego Fernández de Cevallos, amigo de Jorge G.
Castañeda, defensor de la reventa de bodegas vía triangulación
financiera y, al mismo tiempo, candidato presidencial de las “tribus”
sobrevivientes del PRD
Algunos han dicho que Anaya es un plagiador. Critica a López Obrador
por antiguo, pero copia sus conferencias mañaneras, así como la
propuesta de disminuir el IVA de la frontera. Se “refritea” ideas
ajenas, incluso de su actual adversario y exjefe Felipe Calderón, sin
citarlas. Presume juventud, frescura e innovación, pero sus métodos de
liderazgo son anacrónicos, secos y antiguos.
El problema es que Ricardo Anaya es un simulador. Monsiváis no lo
detectó y escribió en el prólogo a su tesis de licenciatura que el joven
de 23 años era “reportero, cronista y ensayista porque así lo demanda
la escasísima documentación” sobre el grafiti en México.
Si supiera Carlos Monsiváis, autor de Por Mi Madre, Bohemios! en
qué se convirtió el joven abogado en ciernes, haría varias columnas
para que la R. exclamara irónica y arrepentida de haber escrito este
párrafo:
“Anaya pertenece y, de modo eficaz, a la nueva generación de
investigadores convencidos de la renovación perpetua de las ciudades y
las megaciudades, y de la originalidad o al menos la inmensa vitalidad
de los movimientos y las experimentaciones que se dan sin que lo
advierta el mainstream…
“Su tema, el grafiti, es interesantísimo y ubicuo, expresa,
al mismo tiempo, el respeto por la estética distinta (¡Que no se enteren
los desarrolladores urbanísticos que Anaya alaba a los grafiteros!,
exclama la R.) y la falta de respeto a la propiedad privada (¡Pónganles
algodones a los oídos del Consejo Coordinador Empresarial!, la R. que
ve amenazada sus casas con grafitis con la sonrisa de Anaya)… es constructivo y vandálico (Ay, el niño Yuawi de las paredes!, la R. comprensiva).”
Como bien apostilló Jesús Silva Herzog Márquez, en su artículo de lunes 2 en el periódico Reforma, el
modelo de Ricardo Anaya “no es el del estadista que transforma reglas e
instituciones y que logra, dese ahí, cambiar la realidad, sino el del
empresario de fama y éxito que reinventa juguetes”.
El juguete que quisiera reinventar Anaya se llama la Presidencia de la República. Un grafiti escrito por Carlos Monsiváis le diría: “Anaya no seas canalla”.
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