Carolina entró con precaución, como si temiera golpearse con los muebles o romper algo. Las pocas veces que viene hace lo mismo. Esa actitud suya no me gusta. Se ve como una extraña y no como lo que es: la madre de Santiago. En parte él resulta culpable de que Carolina se porte de esa manera. Al besarla, él apenas la toca con los labios y cuando le habla lo hace con frialdad, a distancia, como si el recuerdo de Miguel abriera entre ellos una zanja cada vez más grande.
Cuando le hago notar el comportamiento hacia su madre, Santiago me dice que no lo entiendo, que sólo podría hacerlo otra persona a la que hubieran engañado como a él. Acabo por darle la razón. A lo mejor yo actuaría como Santiago si de pronto mi madre se creyera obligada a revelarme que un ser muy querido, muerto hace 10 años, no falleció como me dijeron (a causa de una enfermedad o de un accidente) sino que se suicidó. Fue lo que hizo Miguel, el hermano nueve años mayor que Santiago.
II
Supongo que no hay una pena más grande que mirar el cuerpo de un hijo meciéndose desde lo alto de un árbol. Así encontró Carolina a Miguel una tarde al regresar de su trabajo. Eso ocurrió cuando Santiago apenas había cumplido tres años. Era muy pequeño y no pudo comprender la desesperación de su madre ni por qué sus tíos se lo llevaban a su casa. Allí permaneció varias semanas, mientras mi suegra lograba sobreponerse al golpe y recuperar el interés por vivir.
Envidio la buena memoria de Santiago, pero a veces preferiría que no fuera tan exacta, sobre todo cuando piensa en aquella etapa de su vida. A pesar de la edad que tenía entonces recuerda muy bien su angustia por no ver a su madre y a su hermano y la serie de mentiras con que sus tíos justificaban sus ausencias: No te pongas triste. Mamita no vino hoy porque le salió mucho trabajo; tanto que ni siquiera nos habló por teléfono
. “Carolina no ha tenido tiempo de venir a recogerte y si tampoco lo ha hecho tu hermano es porque a tu mamá no le gusta que el Migue ande solo. Además, como él ya está en segundo de secundaria, tiene muchísima tarea y en eso se le va toda la tarde”.
Santiago acababa por creer que todos esos pretextos eran verdad, pero aun así quería reunirse con su madre y sobre todo con Miguel. Lo veía como a la persona más maravillosa del mundo y lloraba su ausencia todo el tiempo. Para tranquilizarlo, sus tíos inventaron nuevas mentiras: “Migue está tomando clases por la tarde. Si no se pone al corriente volverá a reprobar y no quiere darle ese disgusto a Caro”. Tu hermano no te ha llamado porque tiene muy inflamadas las anginas y el médico no quiere que hable
.
Cuando la situación se volvió insostenible ante Santiago, los tíos urdieron lo del viaje: Miguel se ganó una beca en la escuela para estudiar en Estados Unidos. Eso queda muy lejos y tardará un poquito en volver. Pero te escribirá y te hablará por teléfono en cuanto pueda
.
Generosos, le inventaron cartas dirigidas a él y telefonemas que se interrumpían justo en el momento en que Santiago tomaba el auricular.
Mi marido se recrimina por no haberse dado cuenta de que algo terrible estaba sucediendo. Le aconsejo que no se culpe y recuerde que era sólo un niño de tres años a quien es imposible decirle la verdad. Él insiste en que hubiera preferido saber que su hermano estaba muerto y no sufrir la desilusión que sintió al regresar a su casa y no encontrarlo.
Aquel día pasó mucho tiempo buscándolo, llamándolo –“No te escondas, Migue. Ya sabes que me asusto cuando no te veo. ¡Háblame!”–, hasta que Carolina no pudo más y le suplicó que dejara de hacer eso. Su hermano no iba a regresar porque estaba muerto. Santiago recuerda la forma en que su madre lo estrechó con desesperación mientras le daba explicaciones acerca de la terrible enfermedad que había acabado con la vida de Miguel.
Santiago perdió el apetito y el habla. Me lo imagino silencioso, detenido frente a una palabra enigmática y demasiado grande –muerte– sobre todo para un niño que, a punto de cumplir cuatro años, ha vivido desde siempre sin su padre y comprende que para siempre vivirá sin su único hermano.
III
Mi esposo tuvo muy poco trato con Enrique, su padre. Carolina lo describe como un aventurero. A los pocos meses de su matrimonio él aceptó trabajar en una compañía de mudanzas que daba servicio hasta Estados Unidos. Conoció a su primer hijo, Miguel, cuando el niño acababa de cumplir un mes. El fervor de la paternidad le inspiró el deseo de buscar un trabajo más estable. Lo encontró en una fábrica de tinacos. Pronto allí mismo le ofrecieron que tomara una plaza de supervisor en Guanajuato. Se fue bajo juramento de que mandaría llamar a su familia en cuanto se estabilizara, pero nunca lo hizo, ni siquiera cuando lo trasladaron a Monterrey y mejoró en algo su situación.
Luego se mudó a Tijuana. Según me ha contado Carolina, desde allí les enviaba dinero cada quincena, y los domingos hacia las siete de la noche les hacía una llamada telefónica breve, llena de palabras cariñosas que a ella le sonaban falsas. Cuando era el turno de Miguel para hablar con su padre el niño sólo le pedía que le dijera cuándo iba a volver. Carolina se refiere mucho a aquellas tardes en que, al terminar la comunicación, abrazaba a Miguel y lo hacía prometerle que él nunca, bajo ningún motivo, iba a abandonarla.
Cuando ya nadie lo esperaba Enrique volvió en una Navidad. Permaneció en la casa más de dos meses. Aunque lo disimulara –me ha dicho mi suegra– ella notaba su urgencia por irse otra vez. Al fin cedió a su impulso. Carolina había quedado encinta. Por teléfono mantuvo a su marido al tanto del embarazo. En octubre le anunció el nacimiento del niño. Los dos estuvieron de acuerdo en llamarlo Santiago. Enrique sugirió que el bautizo se pospusiera hasta diciembre. Fue lo último que Carolina escuchó y supo de él.
A partir de ese momento la situación económica se agravó. Carolina se vio en la necesidad de trabajar. Hizo de todo: sirvienta, mesera, ayudante en un salón de belleza, cuidadora de enfermos, agente de productos naturistas. Hubo una época en que atendía dos trabajos a la vez y se vio obligada a desatender a sus hijos. Por las mañanas dejaba a Santiago bajo el cuidado de una vecina que se sostenía prestando en su casa el servicio de niñera. Luego se iba con Miguel hasta la escuela. Al dejarlo en la puerta le suplicaba que pusiera atención en las clases, no perdiera el tiempo ni la oportunidad de aprender que ella le brindaba con tantos y tantos sacrificios.
Siempre que mi suegra nos describe aquellas mañanas pienso en cuántas veces le habrá repetido a su hijo mayor la palabra sacrificio
, y en cómo habrá llenado a Miguel de culpa al saber que cada palabra, cada fecha aprendidas, estaban escritas con el sudor de su madre. Nunca se lo he dicho a Santiago, pero no dudaría de que su hermano se haya quitado la vida para liberar a Carolina de la carga que él le representaba.
Mi suegra ya ha tenido demasiados sufrimientos como para agregarle otro: el rencor de Santiago. Cuando puedo, trato de hacerle ver que su madre le ocultó la forma en que Miguel se quitó la vida para protegerlo y evitar que la muerte de su único hermano le resultara aún más dolorosa al saber que se había ahorcado. Ella cargó sola esa imagen terrible durante años, hasta que una enfermedad la puso cerca del fin y decidió revelarle la verdad a Santiago.
Fue hace poco. Hablaron a solas. No sé de qué palabras se habrá valido Carolina para describir una escena abominable que por desgracia se repite más cada día. Lo sé por los periódicos. Con frecuencia publican notas acerca de niños suicidas. Al leerlas, pienso que tal vez no tuvieron libertad ni esperanza ni suficiente amor como para creer en que valía la pena mirar hacia el futuro.
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