Jazz
Antonio Malacara
Anightingale sang in Berkeley Square es uno de esos inusuales jazz standards gestados
en Inglaterra (aunque su compositor, Manning Sherwing, nacionalizado
inglés, nació en Filadelfia). Pero bueno, ahora el punto es que tantas
veces he escuchado cantar a ese ruiseñor en Berkeley Square, que me
sorprende (y me emociona) que esta nueva versión se adhiera tan fuerte
y tan de inmediato en mi sistema.
Habría que comentar a los chavales que recién se asoman al universo
del jazz, que un estándar es una rola muy conocida por los jazzistas, a
la que
cualquierapuede acceder para hacer una versión propia, y a través de la cual músicos que nunca se han visto pueden subir a un escenario y montar un jam. Al momento de estar rediseñando un estándar, el intérprete se convierte en compositor. Y esto, por supuesto, es algo diametralmente diferente a los famosos covers. Pero dejemos la ingenuidad de este arranque didáctico.
El nuevo disco de Édgar Dorantes, Remembranzas, abre con A nightingale sang in Berkeley Square
y de inmediato quedas atrapado por la maestría de este joven pianista
veracruzano, eterno poseedor de una energía emocional y de una técnica
instrumental que te elevan y te aturden y te embelesan y te embriagan y
te hacen sentir invariablemente bien, a todísima madre… no ha habido un
solo instante en que, escuchando a Édgar Dorantes, no sientas que éste
es uno de los mejores argumentos de la belleza.
Antes de que termine el ruiseñor, bajo la vista y veo que todas las piezas del disco, con excepción de Remembranzas, son standards.
Escucho un suspiro –creo que es mío– y me arrellano para dejarme
agasajar por el sonido, por los sonidos del trío, pues desde hace buen
rato el maestro Dorantes se hace acompañar por los hermanos Coronel: el
baterista Vladimir como un estupendo proveedor de plataformas y el
contrabajista Emiliano como uno de los más grandes exponentes de la
nueva generación… de hecho, reiteradamente las cuerdas de Emiliano
toman la primera voz a través del álbum.
Y así vemos, escuchamos circular las sutilezas de Duke Ellington, la
ortodoxia jazzística de Donald Kahn, el clasicismo de Victor Young, la
pureza de Cole Porter. En If I were a bell, de Frank Loesser, Dorantes despliega poderío y virtuosismo más allá de cualquier parámetro.
Y todavía faltaba Remembranzas, intensísima
composición de Dorantes que le escuchamos el año pasado en el
Anfiteatro Simón Bolívar, durante el homenaje a Caltayud. Esta pieza no
se cuece aparte, no desmerece un solo instante en medio de tanta
grandeza acumulada a través de los años.
Sin vuelta de hoja, se trata de uno de los mejores discos de los últimos tiempos.
Continuaba abriendo espacios para explorar y disfrutar de las
infinitas posibilidades de la canción; de Susana Rinaldi a John Cage, o
de Tool a Madredeus y al eterno girar de las voces, cuando llegó a mis
manos Azul celofán, una colección de 10 temas firmados por Nur Slim. Fue algo extraño.
¿Qué hubiésemos podido esperar de una guitarrista, cantante y
compositora que se formó en la vena jazzística y que se dedica a hacer
canciones… digamos contemporáneas, para cumplir con la obsesión
periodística de buscarle etiquetas a todas las cosas.
Me quedaba claro que la originalidad se había extinguido con los
dinosaurios, pero que en el bendito y obstinado juego de la recreación
seguían (y seguirán) apareciendo voces con un lenguaje propio. Y ahí
estaba Nur Slim, urdiendo nuevas formas de conjugar la belleza. Puse el
disco, el tercero en su haber. Fue algo extraño.
La atractiva sencillez de los primeros trazos en la guitarra, una
llovizna que se insinuaba apenas en los filos del encordado, me hace
dejar quieta la copa de Santa Rita; la delicadeza me atrapa, me jala
sin remedio… aunque casi de inmediato entra la voz y ésta me avienta de
golpe, me estampa con su delgadez y su dulcificada aspereza.
Cierro las compuertas y regreso a mi cabernet, pero antes del primer
instante, la arena, la voz y el cauteloso poder de Nur Slim las reabren
de un golpe (o de seis); con tres compases me reintegran al paisaje y
me muestran y me demuestran que el ancestral rechazo a la dulzura vocal
es un prejuicio estúpido, troglodita. Además, lejos de caer en los
excesos edulcorados de otros casos, Nur despliega su voz con enorme
naturalidad, te atrapa con la delicada elegancia de sus acentos, con la
arena fina y evasiva de sus fraseos. Así es su decir: poesía a flor de
tierra. Y así transcurren uno a uno los surcos, mientras yo no acabo de
hacerme a la idea de que el espacio de esta columna se agota sin
remedio. Salud.
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