Cristina Pacheco
Cuando me preguntan:
¿Qué fue lo mejor entre ustedes?, no dudo en responder:
Las conversaciones. Consciente de que pertenecemos a mundos distintos y hablamos idiomas incomunicables, me bastó con verlo para adivinar que Lucas y yo llegaríamos a ser grandes amigos.
I
Siempre que pienso en nuestro primer encuentro lo relaciono con algo que vi hace muchos años en la tele.
Era una de esas películas sin estrellas, bobas, mal subtituladas que se
transmiten los domingos y sólo pueden tolerar personas hartas de los
periódicos y que ya sin fuerzas para sostener un libro se acomodan
frente a la televisión para que las voces de los actores las adormezcan.
Aquella cinta se refería a un hombre que hablaba ruso y una muchacha
angloparlante. Inquilinos en el mismo edificio, él vivía en el
departamento 703 y ella en el 603. Mediaba entre los dos un pasillo
tenebroso y algo más: idiomas y culturas distintas. En camiseta y
pantalón, él comía arenques y pan negro con vasitos de vodka mientras
que ella devoraba hamburguesas con mostaza, pepinillos agrios y
ensaladas mustias. Indiferentes al placer de los sabores, ambos comían a
toda velocidad y de pie en cocinas atestadas de platos sucios, sartenes
curtidas en cochambre y tazas con restos de café.
Un día ambos coincidieron en el elevador del edifico y a partir de
ese momento se mantuvieron en contacto. Primero bajo motivos clásicos
expresados a base de señas tan eficaces que a él no le hacía falta saber
inglés para enterarse de que la joven le estaba pidiendo prestados una
taza de azúcar o un fusible. La protagonista tampoco necesitaba nociones
de ruso para aceptar las disculpas de su vecino por carecer de azúcar o
un tapón extra.
II
En la película el electricista se convirtió en una
especie de cupido involuntario. No pasó mucho tiempo antes de que el
ruso tocara a las puertas del 603 para decir, a base de señas
(subtituladas, por supuesto) que su lavadora había causado un
cortocircuito en su departamento y requería de un electricista. Ella
superó su desconocimiento del idioma ruso y se ofreció a llamar a su
técnico de confianza. No conforme con eso, estuvo presente durante los
minutos que al operario le tomó iluminar el 703.
La luz eléctrica bañó los pocos muebles, los carteles y fotos que
tapizaban las paredes de un clásico departamento de soltero. A la
inquilina del 603 no le costó trabajo identificar en una foto a los
padres de su vecino. El brillo en los ojos de él le confirmó que no
estaba equivocada y que ese muchacho de espaldas amplias y poderosas se
sentía atraído por ella.
Satisfecha de su buena acción, la ocupante del 603 hizo un movimiento
amplio con su brazo para abarcar los focos encendidos, sonrió como
diciendo
aquí ya no soy necesariay se dirigió a la puerta. Él levantó ambas manos para impedir que su vecina saliera, se acercó al refrigerador, sacó una botella de vodka y la asentó en la mesa.
Ella, evidentemente sorprendida (y supongo que algo sonrojada) por la
obvia invitación, mostró su reloj de pulsera en señal de que era tarde
(o tal vez demasiado temprano para beber). Entonces él, suplicante, unió
sus manos a la altura de su pecho y dijo frases incomprensibles a las
que ella respondió con otras tantas igualmente indescifrables y
entrecortadas por una risa que él interpretó como aceptación. Para
celebrarlo, despejó la mesa y puso los dos vasitos de cristal que antes
había mirado a trasluz a fin de cerciorarse de que estuvieran limpios.
El brindis era inevitable. Bebieron. Ella tosió y él,
divertido, le sirvió unas gotas más de vodka. A partir de ese momento
entablaron una conversación en sus respectivos idiomas y auxiliados por
un lenguaje corporal que involucraba todos sus músculos. La escena era
tan bonita y cálida que olvidé los subtítulos y me concentré en las
magníficas actuaciones de dos actores cuyos nombres desconozco tanto
como ellos el estrellato.
Nunca he vuelto a verlos en ninguna película. Ignoro si continuaron
su carrera cinematográfica y si han tenido nuevas oportunidades de
trabajar juntos. No lo creo; pero si estoy en un error dudo que le hayan
dado vida a personajes como los de aquella cinta que vi un domingo para
huir de la realidad. ¿Cómo escaparán ellos de la suya? Tal vez
recordando la película que a mí me dejó una enseñanza maravillosa: sin
importar el idioma, es posible la auténtica comunicación. Eso fue lo que
hubo entre Lucas y yo.
III
Lucas era mi gato. Llegó por la ventana y por allí se
fue. Si un día se le antoja volver encontrará su plato, su caja de
arena, la toalla con la que inventaba fantasmas o compañeros y sus
juguetes: una rata de estambre, un pajarito desplumado, un móvil con
mariposas que lo inspiraban a saltar y una lagartija de goma que le
devolvía su instinto de cazador.
Conservo también la pelota verde que yo rebotaba por todas partes
para obligar a Lucas a salir de sus escondites. Nunca pude localizarlos
pero él los abandonaba cuando al fin había tomado suficiente venganza
por mis ausencias de ocho o diez horas, según las exigencias de mi
trabajo, los congestionamientos de tránsito o la necesidad de hacer un
alto en el supermercado.
Hace cuatro meses que Lucas se fue. Tal vez un día vuelva a entrar
por la ventana. En vistas de esa posibilidad, la mantengo entreabierta.
También dejo encendido el radio que tengo en la cocina porque a Lucas le
encantaba escucharlo. Debí retratarlo cuando se tendía junto al aparato
como si en realidad lo tuvieran hechizados la música, las discusiones
de panelistas sabios, los noticieros y los consejos para ser sanos y
felices.
No le tomé esa foto ni ninguna otra. Lo lamento. Podría valerme de
ella para salir, mostrárselas a los viandantes y preguntarles si de
casualidad habían visto a Lucas. En caso de encontrarlo, me lo traería
cargado en brazos haciéndole amorosos reproches (
Lucas malo, Lucas feo: ¿por qué siempre te vas si sabes que me preocupo tanto?) y promesas de nuevos juguetes.
En cuanto llegáramos al departamento me iría directo a la cocina para
que él me siguiera hasta donde están el pocillo de agua y su plato con
croquetas de salmón. Mientras él las devorara me pondría a contarle mis
cosas, mis problemas, mis sueños. A él se las dije siempre con
sinceridad, sin temor. Sus gruñidos, sus ronroneos, a veces nada más su
mirada tan tenaz y tan verde equivalían a comentarios y respuestas: una
conversación.
Eso es lo que más extraño de Lucas, aunque viéndolo bien también echo
de menos sus carreritas, sus maullidos, su forma de saltar, el pleito
con su cola esponjada, sus ronroneos, su manera de perseguir el humo o
su método de comunicación conmigo.
Lucas huyó por la ventana. Espero que por allí vuelva, aunque con los gatos nunca se sabe.
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