Álvaro Delgado
MEXICO, D.F. (apro).- Precedida por los peores augurios de violencia y miedo, que tuvo en Enrique Peña Nieto a uno de sus instigadores, la de hoy fue una marcha gigantesca, vigorosa y festiva aun en el luto y la indignación por los crímenes contra los normalistas de Ayotzinapa, entraña de la movilización de alcance planetario.
La movilización tuvo dos cualidades: una fue que los contingentes
estaban poblados de jóvenes, casi niños, y aun niños, nacidos en el
apogeo del neoliberalismo que sepultó la Revolución Mexicana –que hoy
conmemoró su 104 aniversario sin desfile–, y otra fue que aisló,
neutralizó y repudió a los provocadores.
Pero la contención duró sólo hasta la finalización de la jornada,
porque los provocadores cumplieron, otra vez, su cometido: Volvieron a
desvirtuar una movilización que, además de la exigencia de que
aparezcan con vida los 43 normalistas, tuvo un imperativo: “¡Peña,
renuncia!”
Otra vez los embozados que, cuando ya había concluido el mitin y los
familiares de los normalistas desaparecidos se habían replegado frente
a la Catedral, intensificaron su acción, que desembocó, una vez más, en
represión generalizada e indiscriminada.
Tras el choque del mediodía, en las inmediaciones del aeropuerto
capitalino, el ambiente se hizo aún más denso. Las avenidas principales
se vaciaron de vehículos cuando se aproximaba la hora de la tres
marchas que convergieron en el Zócalo.
La siembra del temor fracasó. Miles y miles de ciudadanos fueron
llegando al Ángel de la Independencia, al monumento a la Revolución y a
la Plaza de las Tres Culturas.
Pasadas las cinco de la tarde, el Paseo de la Reforma se preñó de
contingentes que, en orden, avanzaron hasta avenida Juárez, 5 de Mayo y
hasta el Zócalo, pletórico.
Una vez más, desde que desaparecieron los 43 jóvenes de la normal de
Ayotzinapa, el viernes 26 de septiembre, los juveniles manifestantes se
unieron a veteranos de las marchas, hombres calvos, canosos, barrigones.
Unos y otros hermanados en viejos ritos de la izquierda, sobre todo
las mismas consignas revolucionarias de los sesenta, sólo que ahora
eran contra los criminales y el Estado, Peña en particular.
“Peña, renuncia”, fue el imperativo a lo largo de la marcha que
exhibió la creatividad de los participantes en todo tipo de pancartas,
hechas de cartulinas, hojas carta, cajas de huevo o de zapatos.
“¿Qué cosecha el país que siembra cadáveres?”, pregunta una joven
que sostiene, seria, el letrero. “¿Por qué asesinan la esperanza de
América Latina?”, se lee en otra.
“Por 43 despertaron miles”, reivindica una señora con la bolsa del
mandado, sentada sobre la banqueta de avenida Juárez. “Somos más
nosotros”, dice, con firmeza, una manta colgada en un balcón de 5 de
Mayo.
Otra joven porta con dignidad un mensaje sobrecogedor: “Mamá, salí a defender mi patria. Si no regreso, me fui con ella”.
Los manifestantes soportan el frío y la leve llovizna de este 20 de
noviembre sombrío, acosados también por los augurios de violencia desde
el gobierno y desde la provocación que suele tomar todas las formas
posibles, hasta de revolucionarios.
Eso fue lo que ocurrió cuando estaba en curso el mitin en el Zócalo:
un grupo de no más de diez mozalbetes se aproximó a las vallas
instaladas en derredor del Palacio Nacional, detrás de las cuales había
una fila de militares custodiando el edificio.
La acometida no tuvo éxito. Otros jóvenes y un hombre mayor los
hicieron desistir. “Compañeros, que no se desvirtué nuestro
movimiento”. Desde el templete también se llamaba a aislar a los
embozados. “Son provocadores”.
Los embozados se dispersaron, aunque luego reaparecieron trepados en
las vallas, cubiertas sus cabezas con capuchas de sus sudaderas.
Lanzaban insultos a los militares.
Cuando el mitin concluía, un grupo de cinco muchachos, con cachuchas
que tenían una estrella roja al frente, hicieron bolita para hurgar en
sus mochilas. No extrajeron nada al saberse observados. Y se
dispersaron rápidamente.
Pero para entonces, casi las 20:00 horas, ya proliferaban los
embozados que lanzaban proyectiles contra los militares, mientras
estaban en formación más de 500 policías federales en la calle de
Corregidora.
Al menos dos sujetos, con corte de pelo militar, incitaban a gritar
y lanzar objetos hacia el Palacio Nacional. Estaban ostensiblemente
ebrios. Otros, ya con los rostros cubiertos, tomaban formación.
“¡Infiltrados, infiltrados! “, gritaba la mayoría de los asistentes
que, sin embargo, no se alejó de la muchedumbre en que se confundían
manifestantes pacíficos, provocadores y periodistas.
Finalmente, el grupo provocador tuvo éxito: Enardeció a los
militares y a los granaderos federales y del gobierno de Miguel
Mancera, que acometieron contra quienes encontraron.
Otra vez la provocación se acompasó con el poder…
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