11/20/2014

México: El presidente invisible

Walter Ego (RIA NOVOSTI)

“El Estado soy yo”
Luis XIV

Lo que no lograron movilizaciones y marchas en contra de sus publicitadas reformas estructurales (de la educativa a la energética); lo que no lograron los medios de rumor masivo (también conocidos como redes sociales) ni antes ni después de su asunción como presidente de México, lo consiguió el propio Enrique Peña Nieto para beneplácito de sus detractores: dañar su imagen de un modo casi definitivo.

Lo de menos es la mansión comprada por su esposa con el préstamo oportuno de una empresa favorecida por contratos en el Estado de México cuando Peña Nieto gobernaba esa entidad; lo de menos es su viaje a cumbres de negocios en China y Australia con el país sumido en una vorágine de descontento hacia las instituciones de seguridad por los 43 desaparecidos de Ayotzinapa. El daño a su imagen provino de callar cuando debió hablar, de abstenerse cuando debió actuar.

El desempeño de Enrique Peña Nieto ante la crisis política desatada por los sucesos de Iguala recuerda al de ciertas estrellas de cine y televisión acosados por la prensa y los paparazzi: callar. Pero lo que resulta conveniente en la farándula artística no aplica para el circo político, por más que compartan cercano nivel de exposición y hasta de frivolidad. Para alguien a quien se acusa de ser una marioneta de Televisa nada peor que comportarse como un histrión y no como un estadista; para alguien que presume en sus discursos que “México se mueve”, nada peor que el inmovilismo.

La inmovilidad y el mutismo del presidente ante la crisis le abona a la tesis del silencio cómplice que propugnan sus críticos, a la que también le abonan las informaciones sesgadas que desgrana el gobierno, que enturbian lo que debe ser tranparente y vuelven incompetencia criminal lo que acaso solo sea ineptitud de las autoridades de procuración de justicia.

Las voces que con razón o sin ella hablan de “crimen de estado”, las peticiones fundamentadas o no para que Enrique Peña Nieto renuncie a la presidencia, no han conocido réplica alguna que justifique el silencio presidencial, apenas un par de pronunciamientos desafortunados en los que se invoca el regreso del autoritarismo represivo de Díaz Ordaz y se califica de “nacos” y se les considera “carne de hoguera” a quienes expresan con cierta violencia su descontento por lo ocurrido en Iguala.

El vandalismo concertado o espontáneo del que nacen tales reproches no alcanza a ensombrecer la legitimidad de las protestas y es, a fin de cuentas, el hijo descarriado de esa falta de autoridad que se visibiliza, valga la paradoja, en la invisibilidad del presidente Enrique Peña Nieto, asentada en el erróneo confort que supone abstenerse de declaraciones para, al parecer, evitar cuestionamientos. Su reciente llamado, tras regresar al país, “para que realmente hagamos un compromiso aún mayor al que ya hemos hecho, para lograr una efectiva coordinación en todas las tareas que tenemos por delante, en todos los objetivos que nos hemos fijado de forma conjunta”, habla de una estrategia de gobierno –si es que merece ese nombre– que le apuesta a hacer más de lo mismo cuando lo que se necesitan son cambios profundos para enfrentar los problemas estructurales evidenciados por la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa.

Porque más allá de la noche triste del narco-municipio de Iguala, más allá de la imperiosa necesidad de hacer justicia por lo allí sucedido, lo que México necesita es la certidumbre de que la colusión entre autoridades y criminales no se transmutará en la existencia (como en Iguala) de autoridades criminales pero de mayor rango, y que las ya existentes sean detectadas para que hechos como los que desde hace semanas enlutan al país no se repitan en otros escenarios y a otros niveles. La certidumbre, en fin, de que Enrique Peña Nieto, en tanto “representante y responsable del país ante el pueblo y el mundo” puede decir y asumir –sin la carga absolutista y autocrática del monarca francés a quien se le atribuye–, la frase tremenda de “El Estado soy yo”. Porque hoy –salvo que ilusoriamente se piense que el nivel de degradación del tejido social revelado en Iguala sea un caso aislado–, el Estado mexicano y sus instituciones padecen para imponerse como “modalidad de organización de tipo soberana y coercitiva con alcance social” y para ejercer “la autoridad y la potestad de regular y controlar el funcionamiento de la comunidad”.

Y si “pueblo, territorio y poder” son los elementos fundamentales para que funcione un Estado, el descontento del pueblo mexicano ante el poderío criminal en ascenso dentro de su territorio denota a contramano de discursos triunfalistas que México se mueve, sí, pero hacia el borde de una fosa tan honda cavada por años y años de malos gobiernos que ojalá las autoridades del futuro (¿cercano, lejano?) no encuentren enterrados en ella los verdes huesos de tanta esperanza sexenalmente traicionada.

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