México
DF, 20 nov. 14. AmecoPress.- En los años sesenta, mi generación
levantada primero en un conjunto de huelgas obreras y luego en el
Movimiento Estudiantil Democrático de 1968, vivía la convicción de que
agentes judiciales, llamados de “la secreta”, se confundían como
estudiantes en las manifestaciones y eran enviados por los grupos en
contradicción dentro del poder.
¿Cuál
poder? El que amasaban secretarios de Estado, empresarios, caciques de
toda clase. Hacía gala lo acumulado contra un supuesto amasijo de
pobres o militantes identificados como enemigos del sistema como
establecía el Plan Marshall: en suma el comunismo que podría comerse a
la niñez y arrasar con todas las libertades y convicciones del
capitalismo liberal, de los individuos. Hoy han pasado 25 años desde la
caída del Muro de Berlín y todo indicaba que ya nadie jamás podría
atentar contra el sistema.
Mucho tiempo
supimos que tal vez vivíamos las maldades de una estrategia desde
“arriba” para poder identificar a quienes querían derrocar al gobierno.
Fue el tiempo de la represión “selectiva”, del hartazgo contra todas
las formas del autoritarismo. De la violencia sexual con dedicatoria.
Hoy sabemos que la violencia contra las mujeres está en todas partes
sin justicia.
Las
universidades, el politécnico y la juventud, se decía, eran el blanco
de esa lucha por el poder. Y esa juventud -yo incluida- era idealista,
con valores y militante sin temores; así nos lanzamos por las más
intrincadas veredas y experimentos, en busca de un mundo mejor,
democrático, socialista, amplio y equilibrado.
La guerrilla,
el feminismo, la protesta, las huelgas de hambre, fueron el signo de
esos tiempos y la respuesta fue la guerra sucia, desatada en las zonas
urbanas y rurales, en las montañas de Guerrero, entre otras. Así, la
búsqueda de las y los desaparecidos se convirtió en un rostro femenino,
de madres que encabezó doña Rosario Ibarra de Piedra.
Las “doñas”
como les llamamos, quienes apostaron con su entereza y valentía a una
justicia siempre pospuesta; sus luchas transcurrieron al mismo tiempo
que nosotras, feministas, le poníamos hechos y nombre a la
discriminación, a la violencia y a la desigualdad femenina, en un
ambiente de machos, muy machos, de la montaña a los despachos de
ministros.
Hoy, hay mucha
historia que contar, muchos y muchas caídas, encarcelamientos y heridas
profundas. Pero esa historia también está llena de esperanza y
creaciones muy diversas de la canción de protesta al teatro callejero;
de la denuncia a la construcción de proyectos. Del sentimiento de
exclusión al cuerpo académico de género. De ahí surgieron y se
aclararon las traídas y llevadas políticas públicas; de los escombros
brotaron enormes contingentes renovados hasta la inauguración del
sistema de partidos y la famosa transición a la democracia.
Nadie, hasta
entonces, se ocultaba tras una capucha. Íbamos tras un sueño. Llenamos
nuestra cabeza de sabias palabras, de héroes reales y guerrilleros
asesinados como Ernesto “Ché” Guevara; leíamos a Marx, a Mandel, a
Revueltas, a Lenin, a Trosky, a Sartre, a Simone de Beauvoir, a Kate
Millett, a Carla Lonzi y escupimos sobre Hegel.
Fue así como
decretamos la muerte de la Revolución Mexicana y aceptamos el análisis
de todos los Arnoldos Córdova de la época. Por eso Susana Vidales y
Antonieta Rascón nos sorprendieron con sus indagaciones sobre las
feministas de la Revolución Mexicana y nos topamos sin querer con las
liberales con las que coincidimos en la demanda del aborto legal, el
voto real y la libre opción sexual.
Pero nunca,
nunca, justificamos la violencia como un mecanismo para lograr nuestra
libertad. Por eso la crisis que hoy vivimos después de las miles, quizá
60 mil, ejecuciones del calderonismo; las más de 22 mil desapariciones
reconocidas oficialmente y el feminicidio como el fenómeno más
inhóspito de nuestro transcurrir como humanas. Nuestra herida es tan
profunda que hoy tras admitirla, es necesario desenredarla.
Por eso no
queríamos esa, la violencia, así fuera simulada y aparentemente
admisible, de los primeros anuncios del nuevo zapatismo; nunca
imaginamos que la transición a la democracia dejara tanta sangre en el
camino y menos pensamos en toparnos en cada recodo del camino con los
criminales del narcotráfico y la estrategia para enfrentarlos.
Por eso esta
crisis es tan irracional y confusa. Tan triste porque otra vez ahí
están la esposa de un policía, la madre de un estudiante, la compañera
de un militante por defender su tierra; ahí están las mujeres en su
lucha por la igualdad y los girones de llanto y desesperación porque
nadie atina como componer, enderezar la ausencia sistemática del estado
de derecho arrasado por la irracionalidad y nos asombra la incapacidad
del aparato para enfrentar a los delincuentes de todas las clases y
niveles que se han tomado nuestra casa.
Ahí están las
cuentas: explosivo es querer construir un camino, una presa, una
reforma en la educación, un plan futuro para crecer. Algo sucedió muy
terrible, a pesar de todas las identificaciones posibles que dan cuerpo
a los Derechos Humanos estampados en los primeros párrafos de la
Constitución.
Hay una enorme
masa que no cree en nada. Es urgente hacerse cargo, sin parafernalia.
Urge reconocer que ahí está el acumulado que se ve como una olla exprés
a punto de explotar y lanzar a todo lo alto los frijoles sobre el techo
de nuestras cocinas.
Imposible
aceptar, admitir los horrores que esconde Ayotzinapa, los pendientes de
Acteal, las violaciones no resueltas de Atenco, las tzetzales violadas
en Altamirano, Chiapas, todos los escenarios semejantes a Aguas
Blancas, los pendientes de las asesinadas en Ciudad Juárez, la lista
enorme de periodistas caídos y las más de 500 agresiones a informadores
e informadoras sólo este año; en fin, ahí están los rescoldos de la
guerrilla, que no aceptamos, pero que es realmente existente y vive
como una marca de la injusticia milenaria.
La crisis de
hoy es distinta. Sí hubo, claro, asaltos y secuestros, procesos que
llamamos de expropiación sin afectar a terceros. Las mujeres fuimos
conformando un cuerpo de conocimientos y respuestas a lo que
identificamos claramente como la opresión de las mujeres; le pusimos
nombre correcto a la desigualdad, ahora llamada de género, tímidamente
fuimos adentrándonos en las coordenadas de la violencia contra las
mujeres e identificamos autoritarismo con desigualdad e injusticia
contra la mitad de la población, toda y contra las y los excluidos del
campo y la ciudad.
Ahí está la
crisis a un solo tiempo de gobernabilidad, de credibilidad, de una
economía devastada y los millones de mexicanos y mexicanas marginados y
expulsados de un bienestar inaccesible y quimérico.
Ya no podemos
gritar que es mejor hacer el amor que la guerra, ni podemos impunemente
ocultar lo que nos acosa y nos determina. No creo en la solución que se
busca en las alturas del poder y en cambio me da mucha rabia que ese
camino que se abrió en los años sesenta haya caído en el fango y la
simulación. Vean nada más a los partidos de izquierda, de derecha, al
PRI.
Hoy tenemos
que admitir que en esta tierra la vida no vale nada, ni de las mil 800
asesinadas al año, en mayoría a manos de sus queridos esposos, amantes,
ex maridos y machos, y los 43 jóvenes normalistas cuya vida se deshizo
en un instante bajo fuego y el fango, porque simplemente no hay un
mecanismo de rendición de cuentas ni una cadena de justicia y se nos
fue de las manos la ilusión por la democracia.
Vuelvo a oír
horrorizada a los pregoneros de siempre, anticomunistas e insulsos; a
ver como se transcurre sin profundizar, a comentaristas carentes de
capacidad analítica y a esos encapuchados que queman la puerta Mariana
del Palacio Nacional y otro montón de edificios cuya acción podría
justificar lo que se conoce como uso legítimo de la fuerza. Un dintel
hacia el precipicio. ¡Cuidado¡ que nosotras lo sufriremos y los estamos
viviendo en otra latitud y profundidad como se ha demostrado al
desmontar los horrores de la guerra, en cualquier lugar.
Foto: Archivo AmecoPress.
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