A
su regreso de la promoción mercantil de México por China y Australia
–una especie del Buen Fin globalizado de nuestra economía doméstica–
Enrique Peña Nieto condenó los actos de violencia y vandalismo por la
desaparición de los 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa. Aseguró
que su gobierno agotará el diálogo para evitar el uso de la fuerza para
restablecer el orden, pero que el Estado está legítimamente facultado
para hacer uso de ésta. Nos preguntamos: ¿Con qué criterios Peña Nieto
considera que el diálogo estaría agotado? ¿Qué es lo que considera como
facultades legítimas? ¿Se trata de una amenaza abierta para reprimir
cualquier manifestación pacífica de protesta estudiantil y popular?
¿Gasolina para apagar el fuego?
La prioridad del gobierno
actual no es la búsqueda de una paz fincada en el bienestar social y en
la democracia sino una política económica que siga redituando grandes
ganancias a los grandes capitales locales y extranjeros ¿Un régimen
político ilegítimo como resultado de un proceso electoral viciado y muy
cuestionable tiene la legitimidad para hacer lo que pretende hacer? Más
aún, aunque tuviera alguna legitimidad, ¿es necesario hacer uso del
monopolio de la violencia para reestablecer “el orden”? ¿Es qué ha
habido orden alguno? ¿Se puede reestablecer algo que no existe desde
hace décadas? Un gobierno sin reconocimiento ciudadano difícilmente
puede apelar a la legitimidad. Desde la visión del Estado todo se puede
justificar, hasta la aplicación a escala nacional de la llamada Ley Bala,
como la del gobernador poblano asesino. También habría Razón de Estado
para desatar muchas represiones como la que Peña Nieto realizó como
gobernador del Estado de México contra los pobladores de San Salvador
Atenco hace ocho años. Pero al desatarse la violencia “legítima” del
Estado también se estaría “legitimando” los crímenes de Estado.
La puesta en escena de una política de mano dura nos haría regresar a
un ominoso pasado diazordacista típico de un régimen priista genocida
intolerante a cualquier manifestación contestataria estudiantil y
popular, ésta sí por razones muy legítimas. Existe una profunda crisis
política la cual no ha sido provocada por la sociedad civil, y una
salida muy “fácil” es el recurso de la fuerza bruta con los aparatos
represivos. Peña Nieto reconoce que hay quienes se han manifestado “en
paz y expresando verdaderos sentimientos de dolor, con quienes nos
hemos solidarizado”; pero también afirma que “esto se complica cuando
quienes expresando solidaridad lo hacen fuera del orden… no podemos
aceptar [a quienes] han recurrido al uso de la violencia, al ataque a
las instituciones”. Es necesario tener muy clara esta retórica. El
problema no reside entonces en quienes protestan legítimamente y de
manera pacífica, es decir, una mayoría participante en las
movilizaciones estudiantiles y populares, sino en quienes cometen
acciones “violentas” y vandálicas. Por ejemplo, el caso de la quema de
la puerta de Palacio Nacional, pero es fehaciente que fue una acción
perpetrada por agentes gubernamentales con el propósito de hacer creer
a la sociedad que este vandalismo es realizado por estudiantes
extremistas. La intención perversa es descalificar las protestas
legítimas. ¿Se trata de criminalizar más toda protesta social?
Se puede hacer la conjetura de que en los últimos años ha habido
acciones criminales que el propio Estado no puede ejecutarlas
abiertamente por razones políticas –apariencia democrática– y que las
asigna a grupos paramilitares o a sicarios de los cárteles narcos
complices. Este es un hecho histórico muy bien documentado en todo el
mundo y en México especialmente con los “Halcones” paramilitares
durante el echeverriato y su crimen impune en el Jueves de Corpus del
10 de junio de 1971. ¿Acaso no entregó la policía de Iguala a los 43
normalistas de Ayotzinapa a los sicarios de los llamados Guerreros Unidos
para su desaparición y su probable asesinato? En muchas ocasiones el
“trabajo sucio” lo realiza las mafias del crimen organizado a cambio de
favores políticos otorgadas por ciertas esferas del poder dominante.
Cuando no puede entrar en escena el monopolio de la violencia
“legítima” entra en la escena la violencia mafiosa. A final de cuentas
las máscaras pretorianas encubren el mismo rostro de la violencia y del
terror del poder y del dinero. El capital también así se reproduce
históricamente.
Enrique Peña Nieto afirmó que “las
manifestaciones violentas realizadas en los últimos días por el caso de
los 43 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos «pareciera» que
responden a un interés de generar desestabilización, desorden social y
atentar contra el proyecto de nación” impulsado por su administración.
Sin embargo, señaló que el gobierno de la República está firme en la
construcción de su proyecto y aseguró: "No nos vamos a detener". Más
aún: “pareciera que algunas voces unidas a esta violencia y a esta
protesta fueran aquellas que no comparten este proyecto de nación, que
quisieran que el país no creciera, que frenara su desarrollo”.
[MILENIO, 19/11/14]. Muy cierto, habemos millones de mexicanos que no
compartimos en absoluto este proyecto oligárquico neoliberal despótico
e injusto, además, el país hace mucho tiempo que está desestabilizado
por una crisis sistémica que deriva en un desorden social muy violento
por este “proyecto de nación” que no es tal, sino el de un proyecto
mercantilista subordinado a los grandes capitales, que atenta contra el
pueblo.
Millones de mexicanos apelamos a un derecho legítimo
constitucional: “El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho
de alterar o modificar la forma de su gobierno”.
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