Carlos Bonfil
Fotograma de la polémica cinta protagonizada por Jamie Dornan y Dakota Johnson
El
príncipe y la doncella en tiempos del WhatsApp. Difícil imaginar hasta
qué extremos puede llegar la mercadotecnia del romanticismo.
Considérense primero las ventas masivas del bestseller Cincuenta sombras de Grey (Fifty shades of Grey),
de la británica Erika Mitchell (E.L. James), todo un parque temático de
fantasías eróticas para temperamentos románticos en busca de
sensaciones fuertes. Poco después llega su versión fílmica (¿primer
episodio de una saga de erotismo light para cibernautas
adolescentes?), realizada por la también británica Samantha
Taylor-Johnson. El fenómeno culmina luego, o en realidad despega, con
su lanzamiento comercial en vísperas del Día de San Valentín para
señalar que algunos grados de perversidad sexual (no demasiados, apenas
la dosis justa) podrían hoy reactivar las baterías gastadas de un viejo
espíritu romántico.
La reactivación de ese espíritu fatigado –de ningún modo perdido– se
produce hoy a través de las redes sociales y el correo electrónico,
como en aquellas comedias románticas estelarizadas por Tom Hanks y Meg
Ryan (Sintonía de amor –Sleepless in Seattle, 1993– o Tienes un e-mail –You’ve got mail,
1998, ambas de Nora Ephron), aunque al parecer la nueva sintonía del
corazón requiere ya de estímulos complementarios. Uno de ellos es la
fantasía sadomasoquista que presentan el libro y la cinta Cincuenta grados de Grey,
un delirio erótico tan artificioso, contenido y maquillado como los
protagonistas de la película, y que en sustancia alude a los grados de
dolor que es capaz de soportar una persona antes de alcanzar, o dar por
perdida, una plenitud amorosa. Como en un cuento de hadas, o una cinta
como El príncipe y la corista (Laurence Olivier, 1957), se
trata aquí de pruebas que vencer o de obstáculos por superar. Hay una
doncella maravillada por la apostura y gallardía de un gran personaje
inaccesible, y también un terrible secreto en la vida de este último
que dificulta la entrega amorosa.
Esta vieja historia romántica, concebida primero en Londres,
trasladada luego a Seattle, ciudad que se avizora deslumbrante desde
las alturas, aterriza en el emblemático rascacielos propiedad del
multimillonario Christian Grey (Jamie Dornan, plásticamente apuesto) a
donde llega la ingenua Anastasia Steele (Dakota Johnson) para vivir en
trance sonámbulo su romance imposible con un príncipe azul secretamente
adicto a las extravagancias sexuales. De dichas extravagancias no se
espere, sin embargo, descubrir gran cosa en la pantalla. Algunas capas
de miel se han colocado entre el látigo del sádico príncipe atribulado
y la tersa piel de la doncella amorosamente sumisa. El cuarto rojo de
torturas en el elegante condominio semeja el rincón secreto de un
castillo encantado, más un sitio de sublimación sentimental que una
verdadera cámara de horrores. Estamos ante Ninfomanía, de
Lars von Trier, vista y reciclada por las aprensivas fantasías de una
mente incapaz de imaginar en el acto sexual otra posición que la
clásica del misionero.
Para
someter sin violencia excesiva a la doncella, el acaudalado amo
imagina, como práctico hombre de negocios, un contrato de
consentimiento de ambas partes. Ante la enumeración de los excesos
sexuales consentidos, la joven desecha todo aquello que la escandaliza
o desconoce. La película no procede de otro modo en su calculado
escamoteo de escenas fuertes que pudieran bloquear la clasificación más
redituable. Los desnudos remiten así a un porno soft de los años 70, lo cual en una época de fácil acceso a material sexual gráfico por Internet es algo anacrónico y absurdo.
Para prolongar hasta dos horas su trama raquítica la película hace
intervenir caprichosamente a personajes secundarios (familiares de los
dos protagonistas) que sólo añaden 50 o más sombras de tedio al relato
sin sorpresas. Hay más entretenimiento y menos tontería en modernos
cuentos de hadas estilo Mujer bonita (Pretty woman, Garry Marshall, 1990), que en la sucesión de decorados high-tech,
repertorios de corbatas y camisas de lujo, idílicos y fotogénicos
sobrevuelos sobre praderas y edificios, clichés todos de la
fanfarronería viril que despliega el inexpresivo Christian Grey ante
los ojos de su ingenua cautiva o los de un público resignado. Todo para
sugerir, en un final abierto (¿a nuevas secuelas?), que el amor
verdadero siempre duele, que los traumas de infancia pueden frustrar
para siempre una entrega amorosa, y que en el mundo que imaginan
Hollywood y sus dóciles escritoras no hay otra perspectiva de género
que la de algún irresistible Christian Grey, no por atormentado menos
exitoso.
Twitter: @Carlos.Bonfil1
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