Orlando Delgado Selley
La Jornada
Dos oportunidades ha tenido el
gobierno de AMLO para plantear la función que le asigna a la educación
superior. En la recientemente aprobada Ley de Educación como en el Plan
Nacional de Desarrollo que se discute, el gobierno federal y la mayoría
legislativa de la que dispone han sido imprecisos respecto de las
respuestas que proponen a los desafíos que enfrenta la educación
superior en el país. Aprovechando una intervención reciente del rector
de la Universidad Iberoamericana, David Fernández, puede señalarse que
la educación superior enfrenta 10 desafíos centrales.
El primero es el de la cobertura. La cobertura actual no alcanza 40
por ciento, pese a que aumentó en los cuatro lustros recientes. A AMLO
le interesa incrementar la tasa de cobertura, pero no ha determinado a
que proporción se compromete a llegar. A las universidades públicas les
debe corresponder la mayor responsabilidad, pero este reconocimiento
parece perderse en el esfuerzo por crear el Sistema Universitario Benito
Juárez, que ha arrancado ofreciendo un solo programa de licenciatura en
los sitios en los que se ha abierto.
El segundo desafío es la incapacidad de los gobiernos, tanto federal
como estatales, para financiar a las universidades públicas en el marco
de las decisiones sobre gratuidad. Si se pretende aumentar la matrícula
en cierta medida: 10 o 15 por ciento en el sexenio para llegar a 50-55
por ciento, ¿a qué incrementos presupuestales se comprometerían los
gobiernos? Un tercer desafío es la feminización de la matrícula
universitaria. En las universidades la presencia de las mujeres en los
diferentes programas académicos es prácticamente igual a la de los
hombres. Sin embargo, no ha cambiado la manera en la que las
universidades desempeñan sus funciones sustantivas. No sorprende que
haya solo dos mujeres dirigiendo instituciones de educación superior en
el país.
Un cuarto desafío es la incorporación a las universidades de
estudiantes de grupos vulnerables, tanto por sus características
socioeconómicas como por su origen étnico. Pese a esta presencia
evidente no existen criterios para reconocer las especificidades de las
universidades que atienden esta demanda. Un quinto desafío es que el
incremento de la matrícula universitaria se ha acompañado por el
surgimiento de nuevas entidades con perfiles muy diferentes,
respondiendo a grupos religiosos o empresariales, y que no garantizan
que sus funciones docentes se llevan a cabo con la calidad necesaria en
la formación universitaria.
Este amplio grupo de nuevas universidades y algunas más han
reivindicado procesos formativos que pretenden responder a las
necesidades de los mercados profesionales. Sin cuestionar la pertinencia
del propósito lo que preocupa, constituyendo el sexto desafío, es que
la pretensión puede implicar incumplimientos relevantes. El sexto
desafío es la participación de grupos empresariales operando franquicias
internacionales cuya solidez formativa puede ser cuestionable. Se
pretende dar credibilidad a una propuesta universitaria por el simple
hecho de ser parte de una cadena internacional. Un séptimo desafío es la
aparición de enfoques educativos en los que se modifican los paradigmas
convencionales, pero que no se han sometido a procesos de evaluación
que permitan reconocer sus virtudes, así como sus posibles defectos.
La proliferación de instituciones con perfiles diferenciados surgidas
de iniciativas empresariales en busca de ingresos y, sobre todo, de
utilidades, ha puesto de relieve la necesidad de la evaluación y la
acreditación de la calidad educativa. Se ha creado, en consecuencia, un
mercado que es esencialmente atendido por instancias privadas, reguladas
laxamente por las autoridades educativas del país. Ordenar este espacio
constituye un octavo desafío. Se trata de incorporar requerimientos
nacionales que parecen indispensables y que tendrían que ser compatibles
con la autonomía universitaria.
Dos últimos desafíos marcan la vida universitaria: la
internacionalización se ha impuesto globalmente La mayoría de las
universidades han respondido con entusiasmo, pero hay pocos elementos
para valorar las repercusiones en el cumplimiento de sus funciones
sustantivas. Un último asunto es la insistencia en que las universidades
tienen una responsabilidad importante con la sociedad. Sin embargo,
esta responsabilidad social se ha entendido de la manera a en la que lo
conciben las empresas y no, como debiera interesarle a un gobierno cuya
pretensión de generar bienestar social es explícita. Se trata de dar a
las universidades las responsabilidades que le corresponden, asumiendo
que al gobierno también le compete normar la manera en la que cumplen
con esas responsabilidades.
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