Leonardo García Tsao
Apesar de los consabidos
recortes presupuestales, la edición 17 del Festival Internacional de
Cine de Morelia siguió adelante como si nada. Eso sí, las actividades
oficiales culminaron un día antes que el año pasado, pero las
proyecciones seguirán para el público hasta mañana domingo.
En su discurso en la ceremonia de premiación, Cuauhtémoc Cárdenas
Batel, vicepresidente del festival, habló duro y claro sobre el
presupuesto gubernamental que se le asigna a la cultura, al que llamó
miserable. Recibió el aplauso más sonoro de la ceremonia.
Una vez más, el festival, bajo la dirección de Daniela Michel,
demostró que en cuanto a programación no tiene rivales en el panorama
nacional. A diferencia de otros eventos –no diré nombres para no herir
susceptibilidades– que acumulan sin ton ni son títulos de películas y
secciones, el programa de Morelia ha sabido mantener su coherencia,
ofreciendo una oferta balanceada entre lo mejor del cine mexicano
actual, estrenos internacionales de mucho interés, retrospectivas y
versiones restauradas de clásicos. Este sí es un festival, en tanto que
celebración del cine en todas sus expresiones.
No pude ver todas las películas mexicanas que competían en la
categoría de largometrajes de ficción. Sin embargo, la mayoría
permitieron concluir que el cine nacional goza de cabal salud.
El jurado oficial y el voto del público coincidieron por rara ocasión en premiar como mejor película a Ya no estoy aquí,
segundo largometraje de Fernando Frías de la Parra. Para mí también fue
lo más sobresaliente del certamen, una sensible historia sobre Ulises
(Juan Daniel García Treviño), un joven perteneciente a la banda de Los Terkos que en las montañas de Monterrey se reúnen para bailar cumbia, entre otras actividades.
Forzado a abandonar el país y refugiarse en Queens, Nueva York, el
protagonista intentará mantener a toda costa su identidad cultural a
pesar que el sistema insiste en rechazarlo.
Otra película que me interesó fue Mano de obra, ópera prima
de David Zonana, sobre un albañil (Luis Alberti, premiado como mejor
actor) que, harto de su precario modo de vida, decide ocupar la mansión
casi terminada en la que estaba trabajando.
Pronto llama a sus colegas y sus familias a unírsele con lo que forma
una pequeña colonia a su cargo. Una metáfora social sobre la lucha de
clases que se va construyendo de manera sutil, aunque aquejada por un
final demasiado abrupto.
Por su parte, el realizador Hari Sama consiguió con Esto no es Berlín
su mejor logro hasta la fecha. Con un buen sentido del tiempo y el
lugar, la película retrata el movimiento contracultural que se dio en
México a mediados de los años 80 por medio de la rápida maduración de un
adolescente andrógino (Xabiani Ponce de León), que abandona su inicial
inocencia para experimentar el sexo, las drogas y el rocanrol. Lo
notable es cómo no asoma la moralina por ninguna parte en este relato,
que tiene mucho de autobiográfico.
Y algo hay que decir de Territorio, segundo largometraje de
Andrés Clariond Rangel, sobre una pareja de clase media que desea
procrear, aunque el marido (José Pescina) es estéril. Un triángulo se
formará con un amigo (Jorge A. Jiménez), que la hará de semental. Eso
deviene en una curiosa lucha sicológica y física entre dos machos alfa
para decidir quién se gana a la hembra (Paulina Gaitán). Un asunto de
instinto animal, donde el más fuerte se quedará con todo.
Ya no hay espacio para hablar de Polvo, debut de José María Yazpik en la dirección, ni de la premiada Sanctorum, de Joshua Gil. Pero ya habrá ocasión para comentarlas.
Twitter: @walyder
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