Arte y tiempo
Raúl Díaz
El Teatro, como acertadamente
afirmaba Federico García Lorca, es el termómetro que marca la grandeza o
descenso de un país. El teatro, acentúa también el enorme poeta y
dramaturgo, es
una tribuna libre donde los hombres pueden poner en evidencia morales viejas o equívocas, y explicar con ejemplos vivos normas eternas del corazón.
El Teatro es el gran, extraordinario y humano vehículo, pero hacia
dónde vaya es responsabilidad de quien lo guíe. El instrumento está allí
y por milenios ha demostrado su eficacia de herramienta insuperable.
Ahora, los resultados que su uso produzcan no son responsabilidad del
instrumento como tal, sino de quien lo utiliza, lo maniobra. Por eso,
como asevera el divino Lorca, puede tener hermosas alas y elevar al
infinito o convertir las alas en pezuñas y hundirnos en el estercolero.
La responsabilidad de los teatristas es enorme.
Y es aquí donde aparece el primer actor Héctor Bonilla quien,
enhorabuena, ha sido declarado por las autoridades respectivas como
Patrimonio Cultural Vivo de la Ciudad de México. Hecho inédito,
nombramiento nunca antes otorgado, que yo sepa. Los merecimientos
artísticos del laureado no tienen posibilidad de discusión, pero más
importante que eso es qué ha hecho con sus grandes atributos. Es aquí
donde las premisas lorquianas cobran vida, porque Héctor Bonilla ha
estado siempre ampliando y batiendo enormes alas para que el teatro
alcance más y más alturas.
No es cuestión aquí de recitar su currículum, que es enorme y
cualquiera puede consultar en Internet. De lo que se trata es de
subrayar su eterno compromiso ético, ese que lo ha llevado siempre a
hacer teatro de calidad, nunca una chapucería.
Su inmensa calidad de actor lo llevó del teatro al cabaret, al cine y la televisión. Se convirtió en
figura, en
nombre. Pudo, sin duda, ganar mucho dinero como tantas otras
figurasde la televisión, principalmente, pero a cambio de achabacanar su profesión, de abandonar el espíritu engrandecedor del teatro para convertirse, tristemente, en un mercachifle del espectáculo como hay tantos.
No sucedió así, porque a su calidad de actor aúna su calidad moral,
esa que ve y va más allá del filón de oro que, muchas veces, resulta no
ser tan rico como aparenta. Esta calidad produce congruencia no sólo en
lo profesional, sino en todos los órdenes de la vida, por eso el maestro
Bonilla, congruente con su pensar, ha regido su actuar a estar siempre
con lo que es justo y, consecuentemente, al lado de las mejores causas
populares que, por supuesto, actúan a favor y búsqueda de la justicia,
la solidaridad, la libertad.
Estos valores éticos, artísticos y humanos que produjeron una carrera
impecable son los que hacen ser a Héctor Bonilla Patrimonio Cultural
Vivo de la Ciudad de México. ¡Aleluya!
Ante estas dimensiones de quien, auténticamente, sobre los escenarios
ha recorrido de la A hasta la Z, qué pequeñito, qué enano se vio el
acto en que el reconocimiento se le entregó. Qué pena que la Secretaría
de Cultura de la Ciudad de México no haya podido imaginar y poner en
marcha algo realmente digno de la cumbre del arte de la actuación que es
el maestro Héctor Bonilla.
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