10/27/2019

El teatro marca la grandeza o descenso de un país

Arte y tiempo

El Teatro, como acertadamente afirmaba Federico García Lorca, es el termómetro que marca la grandeza o descenso de un país. El teatro, acentúa también el enorme poeta y dramaturgo, es una tribuna libre donde los hombres pueden poner en evidencia morales viejas o equívocas, y explicar con ejemplos vivos normas eternas del corazón.
El Teatro es el gran, extraordinario y humano vehículo, pero hacia dónde vaya es responsabilidad de quien lo guíe. El instrumento está allí y por milenios ha demostrado su eficacia de herramienta insuperable. Ahora, los resultados que su uso produzcan no son responsabilidad del instrumento como tal, sino de quien lo utiliza, lo maniobra. Por eso, como asevera el divino Lorca, puede tener hermosas alas y elevar al infinito o convertir las alas en pezuñas y hundirnos en el estercolero. La responsabilidad de los teatristas es enorme.
Y es aquí donde aparece el primer actor Héctor Bonilla quien, enhorabuena, ha sido declarado por las autoridades respectivas como Patrimonio Cultural Vivo de la Ciudad de México. Hecho inédito, nombramiento nunca antes otorgado, que yo sepa. Los merecimientos artísticos del laureado no tienen posibilidad de discusión, pero más importante que eso es qué ha hecho con sus grandes atributos. Es aquí donde las premisas lorquianas cobran vida, porque Héctor Bonilla ha estado siempre ampliando y batiendo enormes alas para que el teatro alcance más y más alturas.
No es cuestión aquí de recitar su currículum, que es enorme y cualquiera puede consultar en Internet. De lo que se trata es de subrayar su eterno compromiso ético, ese que lo ha llevado siempre a hacer teatro de calidad, nunca una chapucería.
Su inmensa calidad de actor lo llevó del teatro al cabaret, al cine y la televisión. Se convirtió en figura, en nombre. Pudo, sin duda, ganar mucho dinero como tantas otras figuras de la televisión, principalmente, pero a cambio de achabacanar su profesión, de abandonar el espíritu engrandecedor del teatro para convertirse, tristemente, en un mercachifle del espectáculo como hay tantos.
No sucedió así, porque a su calidad de actor aúna su calidad moral, esa que ve y va más allá del filón de oro que, muchas veces, resulta no ser tan rico como aparenta. Esta calidad produce congruencia no sólo en lo profesional, sino en todos los órdenes de la vida, por eso el maestro Bonilla, congruente con su pensar, ha regido su actuar a estar siempre con lo que es justo y, consecuentemente, al lado de las mejores causas populares que, por supuesto, actúan a favor y búsqueda de la justicia, la solidaridad, la libertad.
Estos valores éticos, artísticos y humanos que produjeron una carrera impecable son los que hacen ser a Héctor Bonilla Patrimonio Cultural Vivo de la Ciudad de México. ¡Aleluya!
Ante estas dimensiones de quien, auténticamente, sobre los escenarios ha recorrido de la A hasta la Z, qué pequeñito, qué enano se vio el acto en que el reconocimiento se le entregó. Qué pena que la Secretaría de Cultura de la Ciudad de México no haya podido imaginar y poner en marcha algo realmente digno de la cumbre del arte de la actuación que es el maestro Héctor Bonilla.

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