Lo conocí en 1975, pocos años después de que el episcopado mexicano decidió desvincular al Secretariado Social Mexicano (SSM) de la Iglesia católica junto con Cencos. Acompañado de otros universitarios católicos admiramos su biblioteca. Un alucinante espacio dedicado al catolicismo social, más de la mitad de los libros estaban en francés. En ese centro de documentación tenían las obras completas de Jacques Maritain, Emmanuel Mounier, Joseph Lebret y la exquisita colección de la revista Esprit. Era el espacio institucional sede donde el P. Manuel Velázquez desplegaba su apostolado social. El padre Velázquez era bajito, moreno, robusto de recia personalidad que contrastaba con gestos cálidos. Su presencia se dejaba sentir por su voz imponente, educada, propia de un cantante de ópera bajo profundo con gran potencia y riqueza en matices graves. En ese momento dirigía el contenido de la revista Contacto, órgano oficial del SSM. Era inteligente, se dejaba sentir con su sentido del humor, sus bromas eran agudas. Desde que lo conocí no oía bien, por tanto, uno tenía que alzar la voz para que escuchara. Era su sello.
El padre Manuel nació en Valle de Bravo, estado de México, el 24 de junio de 1922. Su padre fue panadero y su madre, doña Nicolasa, crió a seis hijos: cuatro mujeres y dos varones. Su hermano mayor fue nada menos que Pedro Velázquez (1913-68), uno de los sacerdotes más emblemáticos, en el siglo XX, de la pastoral social. Integrante de la generación del Centro de Economía y Humanismo de París, del dominico Lebret. Amigo personal de Vicente Lombardo Toledano, viajero constante, políglota. Es considerado uno de los principales precursores del diálogo entre marxismo y cristianismo en México. El padre Manuel estudió en el Seminario Conciliar de México, en Tlalpan. Fue ordenado sacerdote el 18 de agosto de 1946 bajo la guía de su hermano; estudió sociología en la Universidad Católica de América en Washington. Hizo cursos en Inglaterra y realizó estadías en Canadá para estudiar de cerca el movimiento cooperativista.
Para entender la estatura histórica de Manuel Velázquez, hay que remitirnos a las figuras de don Sergio Méndez Arceo, Samuel Ruiz García y José Álvarez Icaza. Junto con Pedro, son actores llamados
gozne. Es decir, encabezaron una larga y compleja transición de un catolicismo social a posturas de la Teología de la Liberación latinoamericana. Se debe reconocer que el catolicismo social, desde el siglo XIX fue poderoso. Se concibió social, popular y militante, aun con aspiraciones políticas. Ese fue el espacio de formación que ofrecía el SSM. La guerra cristera, el autoritarismo del Estado posrevolucionario y la complicidad sumisa de la jerarquía católica minaron ese catolicismo laico, crítico del supremo gobierno y de amplia base social. Ese ímpetu resurge décadas después, a raíz de las aperturas del Concilio Vaticano II (1962-65) y la crisis política del Estado mexicano en 1968. Ofrecieron el espacio para una nueva etapa social de los católicos mexicanos. Sin embargo, si bien el cimiento es el mismo, hay cambios hermenéuticos y eclesiológicos en esta nueva generación. Es decir, el movimiento social de la Teología de la Liberación latinoamericana que se nutre de la Gaudium et spes (1965), Populorum progressio (1967) y de los documentos de Medellín (1968). Queda atrás el movimiento social cristiano guiado por Rerum novarum (1891), que aspiró a crear una nueva realidad católica a los problemas sociales. Quedan atrás los sueños de una nueva cristiandad y crear una república católica como expresión histórica separada del socialismo y del capitalismo.
Frente a estos cambios, Manuel Velázquez declara tras una misa ecuménica a la que asistieron dirigentes comunistas: “Este catolicismo gestionado por laicos, asesorado por clérigos, alentado por obispos, nunca estuvo exento de vinculaciones e implicaciones políticas. Coexistió, se enfrentó y aun combatió –dentro del proceso social mexicano– con los proyectos oficiales. Nuestro angelismo clerical no ha ayudado demasiado a la politización del pueblo. Ahora, después de Medellín y Puebla, tenemos que admitir claramente que anunciar el Evangelio sin implicaciones económicas, sociales y políticas, es mutilarlo y hacerse cómplice de la injusticia institucionaliza… la fuerza que significa una fe evangélica desideologizada, es decir, purificada en sus adherencias o interpretaciones capitalistas, para el avance del proyecto popular” ( Proceso,5/4/1980).
Una de las principales iniciativas del padre Velázquez, junto con su hermano Pedro y monseñor Carlos Talavera, fue fundar el movimiento de Cajas Populares en 1951. Siguiendo el modelo canadiense, se dieron la tarea de estructurar, capacitar y sembrar una vasta cooperativa. Fue asesor e ideólogo de la Confederación Mexicana de Cajas Populares. No es cosa menor. El cura Manuel recibió un reconocimiento del cooperativismo en la Cámara de Diputados en 2013. En ese acto, la confederación reportó 20 federaciones, 620 cooperativas con cerca de 6 millones de socios del sector popular con un activo de más de 90 mil millones de pesos.
Manuel Velázquez era un apasionado de la lectura, siempre al día en los autores vanguardistas en materia social, política y teológica. Tiene centenares de artículos, ensayos y ponencias. Entre sus libros sobresalen: Pedro Velázquez, el apóstol de la justica y Las cajas populares y la utopía del padre Velázquez. Su legado es tan vasto como su larga vida. Murió en paz. Sin dolor y acompañado de su familia, inició su ruta de encuentro con su hermano y mentor Pedro. Manuel fue un sacerdote coherente, vivió su apostolado con radicalidad, nada de lujos; viajaba a su oficina en Metro a sus 80 años, cuando aún podía. Se entregó a la defensa de obreros, campesinos y cooperativistas; denunció toda marginación y represión. Un cura recio, como los de antes.
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