“Indigna que indigne
tan poco. Molesta que moleste tan poco. Preocupa que preocupe tan poco. Duele
que duela tan poco. Porque si a la mayoría le indignara, molestara, preocupara
y doliera mucho, no viviríamos en un país en el que nacer mujer representa un
grave riesgo”.
Junio 6 de 2004. Ese
párrafo lo escribí hace 16 años.
Pareciera que no ha
cambiado nada. Pero sí.
La diferencia es que
hoy la indignación ha abrazado a muchas jóvenes. Y su enojo ha abrazado el
nuestro, el mío y el de muchas más.
La diferencia es que
el dolor no las paraliza. Y sus acciones obligan a arremangarnos la tristeza
para permitir el enojo. Estamos enojadas. Muchas mujeres estamos enojadas.
Muy enojadas. Y no nos falta razón ni razones.
Razón nunca nos ha
faltado, aunque filósofos, científicos, sacerdotes, ministros de culto,
gobernantes repitieran a lo largo de la historia que razón no teníamos, que
éramos una especie inferior, algo menos que el “verdadero” ser humano, representado,
claro, por los hombres.
Por eso feministas de
otros tiempos ocuparon su vida en contradecir las sinrazones; en demostrar la
insensatez de las afirmaciones; en argumentar la incongruencia; en descubrir el
asiento del privilegio desde el cual se podía hacer semejante afirmación.
Y fueron ganando
tramos de libertad. No sin obstáculos. No sin resistencias. No sin dolor. No
sin indignación. No sin enojo. No sin acciones. No sin reacciones.
Hacia 1972, Rosario
Castellanos escribió: “Debe haber otro modo de ser humano y libre”. Porque ser
humana y libre no estaba en la ecuación.
Entonces feministas
dijeron que lo personal es político y lo político es personal. Pusieron sobre
la mesa los derechos de las mujeres. Lograron que en la ley se reconociera que
la violencia contra nosotras es una violación a nuestros derechos de
humanas.
Pero llegamos a un
punto muerto.
Logramos cambiar las
leyes. Pero no se movió la indolencia.
Conseguimos asignar
presupuesto a rubros que nos parecen vitales. Pero no se movió la simulación ni
la corrupción.
Consignamos la
paridad y avanzamos como nunca en espacios de poder. Pero la forma no movió
mucho el fondo.
Entregamos conceptos
y argumentos para demostrar que nacer mujer nos coloca en riesgo. Pero no se
movió la indiferencia.
¿Cuánto espanto
causaría que un avión trascontinental con capacidad para 467 pasajeros se
cayera en nuestro país? Pues piense que el año pasado se nos cayeron 8 aviones
llenos de niñas y mujeres. Y sume que institucionalmente, no hubo
justicia para casi ninguna. Ni se previene ni se atiende ni se trabaja en su
erradicación.
Así que tenemos razón
y razones para estar enojadas, indignadas, dolidas.
Han sido las nuevas
generaciones de feministas quienes están sacando al país del punto
muerto.
Sus acciones nos
obligan a salir de la anestesia. Sus atrevimientos nos fuerzan a reconocer que
no hay cambios civilizatorios sin osadía. Sus consignas nos convocan a recobrar
lo que de humanidad hemos perdido.
Que la indignación
nos abrace. Que cada niña y cada mujer asesinada o desaparecida nos indigne,
nos duela, nos mueva. Entendamos de una vez que no hay manera de construir paz
si más de la mitad de la población vive distintos tipos de violencia en
diferentes grados.
Ni un paso atrás. ¡Por la vida y la libertad de las mujeres!
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