María Teresa Priego
El mes de marzo pareciera tan remoto, nebuloso. Tan ingenuo y desbrujulado. La sorpresa. Si bien nos explicaron que la pandemia podía prolongarse hasta el mes de octubre, no lo escuchamos con detalle. Ahora sabemos que será más larga. Ahora constatamos la gravedad del número de contagios. Las muertes, el desempleo, la catástrofe económica. Ahora sabemos de las dimensiones del desamparo. Temblamos por el futuro. Los pequeños negocios que fueron cerrando sus puertas. Las personas obligadas a salir a trabajar cada día, sin elección posible. Los irresponsables que arman fiestas, toman el transporte público sin cubrebocas o con él mal colocado. Como si la irrealidad les ganara.
Tres, cuatro niños frente a la única televisión de la casa tomando notas. Las/los profesoras/es creando escenarios conmovedores para la transmisión de sus clases. Madres y padres cumpliendo dobles jornadas. Los testimonios de las personas y las familias atacadas por el covid. Como telón de fondo: el desasosiego y la tristeza. Ahora recuerdo como si fuera parte de otra vida la irrupción de las mascarillas, la primera vez que vi una careta y me pareció un exceso, las noticias de la familia y las/los amigas/os de Tabasco, donde el coronavirus golpeó pronto y fuerte.
Han pasado seis meses. Hemos recorrido casi todos los estados de ánimo. Los días optimistas, los de malas noticias, el cansancio,
la vuelta de una cierta ilusión. La desesperanza. La nube negra que
desciende sobre nuestras cabezas y amenaza con ocuparnos. "Detente,
nube. Aquí te detienes". Con frecuencia logramos detenerla. En estos
desamparos la solidaridad nos levanta. La ternura. Los libros, los postres, los pequeños regalos que viajan de una casa a la otra. Las videollamadas. Las tantas maneras de decir: "aquí estoy para ti". La primera vez que una amiga sugirió que continuáramos por videollamada nuestra imperdible comida de los viernes, sonó tan ajeno. Ahora esperamos con ansia que el día llegue para "vernos" y escucharnos.
Tener amores, tener salud, tener trabajo. Agradecer los privilegios de un techo y la sopa en la mesa. Mitigar la sensación de aislamiento. Pero los síntomas nos alcanzan. El desfile de las maneras en las que la ansiedad habla a través del cuerpo. Las pesadillas. Los insomnios. Algo se nos desborda por dentro. Recreamos cada día
los diques. Los contenedores que nos permitan concentrarnos. Leer una
página tras otra sin lograr entender, porque entre las líneas se agitan
los fantasmas. La dificultad de vivir esta cotidianidad tan otra.
Soñamos con una vacuna para poder abrazarnos. Para respirar hondo. Para confiar en que nuestro país va a salir adelante. Tenemos que transitar la desesperanza y nos espera un duelo largo. Muy largo. Que la solidaridad nos haga más fuertes. Que la solidaridad nos acompañe.
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