Desde la campaña, López
Obrador delineó sin ambigüedades el cauce que buscaría dar al clamor
popular contra los ex presidentes y tomó distancia de la oferta de
Ricardo Anaya de enjuiciar a Peña Nieto. A pesar de eso, mucha de la
banda que protagonizó la insurrección electoral del primero de julio
habría estado muy feliz si el acto inaugural de este gobierno hubiera
sido meter presos a un par, una tercia o un póker de antiguos habitantes
de Los Pinos. No ocurrió así porque hay poderosas razones éticas,
legales y hasta pragmáticas que lo impiden: la 4T no es una venganza
popular, sino un proyecto de país; no está en las atribuciones del
Presidente encarcelar a nadie; si lo hubiera hecho habría dilapidado su
legitimidad con un arrebato y en una de esas le habría dado a los
imputados el pretexto –las ganas nunca les faltaron– para una rebelión
armada. No hay de otra: para llevar a los sátrapas ante un tribunal debe
recorrerse un largo y complicado camino legal y político y es lo que se
está haciendo.
Si algunos sectores de clase media que apoyaron a AMLO y que nunca
fueron capaces de percibir su propia condición de privilegio (inútil
recordarles que el lema de campaña no era precisamente
por el bien de todos, primero nosotros) hoy se sienten traicionados por la transformación en curso y se arrojan en brazos de la oposición políticoempresarial; en contraste, no poca de la abnegada militancia que resistió dos sexenios de horror y sudó en la construcción del triunfo de 2018 se deja reducir a la zozobra y la desesperanza porque el PRI encabezará la mesa directiva de la Cámara de Diputados en este periodo legislativo; unos pocos incluso asumen que ocurrió una traición y que la 4T ya fue liquidada.
En septiembre del año antepasado mucha de la militancia de Morena se
comió crudo a Ricardo Monreal porque operó para que se concediera
licencia a Manuel Velasco a fin de que se fuera a Chiapas a terminar su
periodo como gobernador, y otro tanto le ocurre ahora a los diputados
morenistas –con su coordinador a la cabeza– que votaron a favor de la
priísta Dulce María Sauri para presidir la cámara baja. Y sí: es algo
difícil de asimilar para quienes detestamos –me incluyo– la pudrición
priísta.
Cómo es posible, se exclama, “que nos hayamos partido el alma para echar a los tricolores del poder y que ahora les cedamos la titularidad de San Lázaro”. Tampoco es fácil entender que la ley obligue a los legisladores a votar en un sentido determinado (
¡entonces para qué votan!), pero es así: la ley orgánica, el reglamento y el acuerdo interpartidista de principios de la legislatura no dicen que en el tercer periodo de sesiones la presidencia de la mesa directiva le corresponda a la que arrancó la legislatura como tercera fuerza (o sea, el PT), sino a la tercera fuerza (o sea, el PRI).
Si las bancadas oficialistas en las cámaras hubieran negado la
licencia de Velascoo hubiesen bloqueado a Sauri, habrían violado normas
legales y, peor aún, sembrado la semilla de un diferendo institucional
de mal pronóstico que nos habría distraído de lo principal: el impulso y
el respaldo a la transformación del país.
Y peor es el caso del Tribunal Electoral ordenando al INE que meta
las garras en los procesos internos de Morena, porque la injerencia,
además de ser un manifiesto agravio, violenta principios
constitucionales y legales, además del estatuto del partido. Lo malo es
que ese tribunal es una institución de última instancia y que sólo hay
tres lados para dónde hacerse: el acatamiento, la ruptura con el orden
legal adverso o el berrinche.
El factor común en las tres circunstancias mencionadas es la tremenda
dificultad de lograr un cambio revolucionario pacífico en un marco
legal diseñado para perpetuar el viejo régimen, desde la perversa
incrustación de organismos autónomos en el texto constitucional hasta el
reglamento de la Cámara de Diputados. Una primera y sumamente incómoda
paradoja es que se deben cambiar las leyes respetando la ley. Y sin
pelearse.
La tarea es enorme y el sentido común indicaría que debe ser llevada a
cabo con espíritu de unidad, sin protagonismos y dejando a un lado
ambiciones personales. Pero el necesario debate se transforma en una
feria de vanidades y desbocadas ansias de poder, tanto en las cámaras
como en Morena, cuyas pugnas internas –expresión, a su vez, de la
orfandad y el vacío que dejó la conquista del Ejecutivo federal–
llevaron a la parálisis del partido y a la sustitución de la democracia y
el debate por el litigio judicial y, a últimas fechas, por el marketing
político, que es a fin de cuentas una abominable manifestación de la
distorsión de la política por el poder del dinero. Lamentablemente, ante
la inminencia de la encuesta del INE, ya varios andan en eso.
La segunda tarea paradójica consiste en lo siguiente: todos los
pretendidos transformadores debemos transformarnos, lo que significa,
por ejemplo, asumir que el poder no es para servirse, sino para servir, y
actuar en consecuencia.
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