Luis Hernández Navarro
Hay libros que
condensan experiencias y obra de toda una vida. Libros que son,
simultáneamente, herramienta para comprender parte de la realidad
contemporánea, resumen del trabajo teórico de años, síntesis de años de
participación política y destilado de experiencias vitales. Pueblos indí genas en tiempos de la Cuarta Transformación, de Gilberto López y Rivas, es uno de ellos.
López y Rivas nace en 1943. Vive parte de su infancia en una vieja
privada en la colonia Santa María la Ribera de la Ciudad de México, con
tres cuartos y sin regadera. Estudia el bachillerato en la Escuela
Nacional Preparatoria, a la que ingresa un año después de llegar del
puerto de Veracruz para estudiar. En la prepa sufre una
drástica transformación. Su timidez provinciana desaparece, al tiempo
que se afilia a la Juventud Comunista y al grupo cultural Pablo Neruda.
Originalmente estudiante de la Facultad de Economía de la UNAM, la
abandona para inscribirse en la Escuela Nacional de Antropología e
Historia (ENAH). Se integra a un grupo armado, formado por viejos
jaramillistas, maestros del MRM y algunos asesores sindicales, en el que
atiende células obreras en los barrios alrededor de la Cervecería
Modelo.
Presidente de la sociedad de alumnos de la ENAH, participa en el
movimiento de 1968. Sale vivo de la masacre del 2 de octubre. Elabora su
tesis de maestría sobre los chicanos. Se forma en el socialismo
ortodoxo, el odio al imperialismo estadunidense, la admiración a la
revolución cubana y el apoyo a la Unión Soviética.
Emigrado en Canadá, trabaja como obrero de la construcción,
jardinero, cargador de tráileres y pizcador de tabaco. Viaja a Estados
Unidos. Ironías de un ateo, en Utah, donde se gradúa como doctor en
antropología, los mormones le proponen un cargo en la Iglesia de los
Santos de los Últimos Días.
En la ENAH (de la que, años después, sería director) se engancha a
las luchas indígenas. Es parte de un grupo generacional que critica el
indigenismo y rechaza la utilización de la antropología como disciplina
justificadora del colonialismo interno, que da a luz una corriente
etnomarxista.
En junio de 1978, regresa a México de manera forzada junto con su
esposa y sus dos hijos, por su compromiso internacional con la causa
socialista. Se involucra entonces en la solidaridad con las luchas de
liberación nacional en Centroamérica. En 1980 participa en la Cruzada de
Alfabetización en Nicaragua, en un proyecto de historia oral de la
revolución popular sandinista, y después en el traslado de población
misquita de la frontera hacia zonas seguras. Comienza a trabajar la
cuestión étnica. En 1984, es incorporado a un grupo de análisis sobre
las experiencias autonómicas en el mundo que colabora con la dirección
del FSLN. De allí surge una propuesta de Estatuto de Autonomía, que se
integra en 1987 a la Constitución nica.
Simultáneamente, en 1980, en un seminario sobre la cuestión nacional
en el que participa, nace el Consejo Latinoamericano de Apoyo a las
Luchas Indígenas. Forma parte de un equipo que investiga la labor
contrainsurgente del Instituto Lingüístico de Verano.
En el marco del Movimiento 500 años de lucha y resistencia del
movimiento negro, indígena y popular confronta la idea de que el proceso
de conquista y colonización de América es un
encuentroentre dos mundos. Anima y sistematiza reuniones internacionales sobre autonomía, efectuadas en Nicaragua, claves para pensar la problemática indígena en el continente.
Su paso por la política institucional de izquierda, en la que fue
diputado federal y jefe delegacional de Tlalpan, no mella su espíritu
crítico ni su compromiso con las luchas emancipadoras.
Cuando estalla el levantamiento zapatista, López y Rivas se convierte
en interlocutor natural de los rebeldes. El EZLN lo invita a ser uno de
los asesores en los Diálogos de San Andrés. Él pone a disposición del
proceso su pericia y reflexión, al tiempo que se abre de lleno al
aprendizaje de nuevas experiencias.
Sus viajes junto a otros asesores a La Realidad, Chiapas, entre 1995 y
1997, se hacen frecuentes. Allí, junto al sonido de gallos anunciando
el nuevo día, y el de los insectos craqueando, se escuchaban las sonoras
carcajadas de López y Rivas.
Para alguien que supone que el buen humor es un estado de ánimo que
llega con el sol en el cenit y considera que las primeras horas de la
mañana están hechas para ser vividas con seriedad, resultaba poco menos
que incomprensible la jovialidad matutina del antropólogo. Sus risotadas
se oían cuando apenas despuntaban los primeros rayos de sol, después de
una breve noche de mal dormir. Afortunadamente no duraban mucho tiempo,
porque Gilberto se marchaba al río para bañarse, rasurase y recibir su
bautismo matutino.
Su vivacidad no desaparecía ni con las largas esperas ni con la falta
de comodidades; perduraba hasta que la noche caía. Durante el día,
López y Rivas entonaba canciones de la guerra civil española, le
reclamaba cariñosamente a los curas sus padecimientos en las escuelas
religiosas por las que pasó y narraba todo tipo de anécdotas.
¿De dónde venía esa energía inagotable? De un hecho simple y llano. Gilberto encarna plenamente la frase de Julius Fucik, en Reportaje al pie de la horca, que se convirtió en lema de su generación:
Que la tristeza nunca sea unida a mi nombre. De este material está hecho su libro Pueblos indígenas en tiempos de la Cuarta Transformación, obra que desmonta críticamente el neoindigenismo del nuevo gobierno.
Twitter: @lhan55
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