Carolina Escobar Sarti
Juana nació en una familia muy pobre de la región noroccidental de Guatemala, tiene tres hermanos y cuatro hermanas más, habla un idioma maya; solo llegó hasta segundo grado porque únicamente alcanzaba para pagar la educación de sus dos hermanos mayores; tuvo que ayudar en la casa desde pequeña, cuidando a sus hermanitos y ayudando a la madre con los oficios de la casa; y trabajó desde sus 12 años lavando ropa de la gente de la comunidad.
Con lo poco que lee y escribe, difícilmente podría optar a un buen trabajo, así que está condenada a trabajar como empleada en una casa, como prostituta o como empleada de maquila. Otros dos caminos son posibles: juntarse con un hombre que la mantenga, sin importar en qué condiciones, o emigrar hacia Estados Unidos.
Son las únicas rutas posibles para alguien en su condición. Decide emigrar. Desde el inicio le dice el coyote que tiene que tomar pastillas anticonceptivas porque es casi un hecho que la violarán en el camino más de una vez. Tiene 15 años.
Nadie le dijo nunca que el Estado, como conjunto de instituciones, tiene la obligación de cuidar a su gente; nadie le dijo jamás que la biblia jurídica de su país, desde los primeros artículos, habla de cuidar y proteger la vida de sus habitantes.
Nadie le dijo que a ella también la tenían que cuidar, y más bien aprendió, por experiencia propia, que cada quien se tenía que cuidar solo, porque el Estado guatemalteco no cuida a todos (más bien cuida a pocos), y el resto tiene que salvarse como pueda.
Acaba de suceder una masacre de 72 migrantes de varios países latinoamericanos en Tamaulipas, México, y se dice que los responsables fueron los Zetas. Con ello se confirma la indefensión en que viajan los migrantes por nuestros territorios, y se revierte la idea de que los criminales son ellos y ellas. Habría que decir que la indefensión a la que ha sido sometida la mayoría de migrantes, desde su nacimiento, es la misma que los acompaña a lo largo del camino y en el país de llegada.
Parece que los Zetas interceptaron el camión en el que viajaban ecuatorianos, salvadoreños, costarricenses, brasileños y hondureños, y cuando estos se resistieron a trabajar para ese grupo criminal, los masacraron.
El mensaje implícito fue el mismo de todas las mafias, tanto las de guante blanco como las clandestinas: con nosotros o muertos. En este camión no iba Juana, pero sí el único sobreviviente de la masacre, Luis Fredy Lala Pomavila, un ecuatoriano de 18 años que tiene a cargo el sustento de ocho hermanos y el de su joven esposa embarazada. Sobre su espalda, también una deuda por los 11 mil dólares que tuvo que pagar a los coyotes que le ayudaron a cruzar la frontera. No queda la menor duda de que esta no fue una historia excepcional entre las otras 72 de quienes fueron asesinados.
Pero además, este hecho no podemos aislarlo de otros que se han venido repitiendo en el país vecino, donde hay aproximadamente 18 mil secuestros anuales de migrantes, según la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. ¿Dónde están las políticas migratorias que promueven una protección integral a los migrantes de cualquier nacionalidad? Y lo peor de todo fueron las increíbles declaraciones de los representantes del oficialismo mexicano, cuando señalaron que la masacre podría ser vista como una especie de indicador de éxito en la lucha contra los narcos, porque si estos estaban buscando gente para trabajar es que ya no encuentran recurso humano fácil.
Hoy, ante tanta indefensión, uno de los deberes más urgentes que tenemos como seres humanos es el de cuidarnos unos a otros. Entre las leyes antiinmigrantes que estados como el de Arizona, en Estados Unidos, han lanzado, y las políticas de exterminio de grupos extremistas y criminales como los Zetas, se dibuja un territorio de persecución y muerte para quienes van en busca de un sueño americano. Quizás esto nos permita entender mejor que partimos de una mentira demasiado difundida: migrar nunca fue por un sueño.
Juana nació en una familia muy pobre de la región noroccidental de Guatemala, tiene tres hermanos y cuatro hermanas más, habla un idioma maya; solo llegó hasta segundo grado porque únicamente alcanzaba para pagar la educación de sus dos hermanos mayores; tuvo que ayudar en la casa desde pequeña, cuidando a sus hermanitos y ayudando a la madre con los oficios de la casa; y trabajó desde sus 12 años lavando ropa de la gente de la comunidad.
Con lo poco que lee y escribe, difícilmente podría optar a un buen trabajo, así que está condenada a trabajar como empleada en una casa, como prostituta o como empleada de maquila. Otros dos caminos son posibles: juntarse con un hombre que la mantenga, sin importar en qué condiciones, o emigrar hacia Estados Unidos.
Son las únicas rutas posibles para alguien en su condición. Decide emigrar. Desde el inicio le dice el coyote que tiene que tomar pastillas anticonceptivas porque es casi un hecho que la violarán en el camino más de una vez. Tiene 15 años.
Nadie le dijo nunca que el Estado, como conjunto de instituciones, tiene la obligación de cuidar a su gente; nadie le dijo jamás que la biblia jurídica de su país, desde los primeros artículos, habla de cuidar y proteger la vida de sus habitantes.
Nadie le dijo que a ella también la tenían que cuidar, y más bien aprendió, por experiencia propia, que cada quien se tenía que cuidar solo, porque el Estado guatemalteco no cuida a todos (más bien cuida a pocos), y el resto tiene que salvarse como pueda.
Acaba de suceder una masacre de 72 migrantes de varios países latinoamericanos en Tamaulipas, México, y se dice que los responsables fueron los Zetas. Con ello se confirma la indefensión en que viajan los migrantes por nuestros territorios, y se revierte la idea de que los criminales son ellos y ellas. Habría que decir que la indefensión a la que ha sido sometida la mayoría de migrantes, desde su nacimiento, es la misma que los acompaña a lo largo del camino y en el país de llegada.
Parece que los Zetas interceptaron el camión en el que viajaban ecuatorianos, salvadoreños, costarricenses, brasileños y hondureños, y cuando estos se resistieron a trabajar para ese grupo criminal, los masacraron.
El mensaje implícito fue el mismo de todas las mafias, tanto las de guante blanco como las clandestinas: con nosotros o muertos. En este camión no iba Juana, pero sí el único sobreviviente de la masacre, Luis Fredy Lala Pomavila, un ecuatoriano de 18 años que tiene a cargo el sustento de ocho hermanos y el de su joven esposa embarazada. Sobre su espalda, también una deuda por los 11 mil dólares que tuvo que pagar a los coyotes que le ayudaron a cruzar la frontera. No queda la menor duda de que esta no fue una historia excepcional entre las otras 72 de quienes fueron asesinados.
Pero además, este hecho no podemos aislarlo de otros que se han venido repitiendo en el país vecino, donde hay aproximadamente 18 mil secuestros anuales de migrantes, según la Comisión Nacional de los Derechos Humanos. ¿Dónde están las políticas migratorias que promueven una protección integral a los migrantes de cualquier nacionalidad? Y lo peor de todo fueron las increíbles declaraciones de los representantes del oficialismo mexicano, cuando señalaron que la masacre podría ser vista como una especie de indicador de éxito en la lucha contra los narcos, porque si estos estaban buscando gente para trabajar es que ya no encuentran recurso humano fácil.
Hoy, ante tanta indefensión, uno de los deberes más urgentes que tenemos como seres humanos es el de cuidarnos unos a otros. Entre las leyes antiinmigrantes que estados como el de Arizona, en Estados Unidos, han lanzado, y las políticas de exterminio de grupos extremistas y criminales como los Zetas, se dibuja un territorio de persecución y muerte para quienes van en busca de un sueño americano. Quizás esto nos permita entender mejor que partimos de una mentira demasiado difundida: migrar nunca fue por un sueño.
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