8/24/2014

Mar de Historias: Sembrar olvido



Cristina Pacheco

Las que eran pláticas informales entre Elisa y yo, se han vuelto sesiones sicoanalíticas. Nunca he asistido a una pero Julieta, mi prima que trabajaba en una fábrica de medias, me ha contado cómo son: llegas con un doctor o una doctora, según te toque, y le dices lo que te hace sufrir. Entonces ellos te ayudan a entender cosas de ti, de tu vida y a aceptar que algunos problemas tienen remedio y otros no porque no dependen de ti. En este caso lo mejor es guardarlos en una bolsa (mental, claro), cerrarla bien y ponerla en algún sitio en donde no te estorben.

A Julieta le dieron resultado las terapias. Por lo pronto, dejó de pensar en suicidarse porque Eduardo se había ido cuando a ella acababan de recortarla de la fábrica y sin importarle que se quedara con la sarta de hijos y deudas con todo el mundo, hasta conmigo. No me fijo, que me pague cuando pueda, después de todo somos familia. La bronca son los demás acreedores. En vez de escondérseles, Julieta debería darles la cara y decirles: No manchen, espérense a que me reponga. Eso quién sabe cuándo será, desde luego ni mañana ni pasado. Julieta espera conseguir otra chamba formal. Lo dudo. Anda por los cuarenta pero se ve mayor (Eduardo se la acabó) y en este mundo la edad es un pecado imperdonable.


II

A los patrones sólo les interesa la gente joven con experiencia pero ¿cómo quieren que alguien la tenga si no le dan oportunidad de foguearse? Ahora, supongamos que aunque pases de los treinta, te contratan, como le sucedió a Julieta. Entonces, en prueba de agradecimiento, ella se desvivió por demostrar su capacidad. Aceptó el turno que le dieran. Por el mismo sueldo cubrió las funciones de dos o tres compañeros. Cuando se lo indicaron se presentó a trabajar los fines de semana aunque eso le significara prescindir de la convivencia con su familia.

Varias veces me dijo que se sentía culpable por eso, pero dados los problemas económicos en su casa no le quedaba más remedio que entrarle al toro. Sus patrones no tomaron en cuenta su interés y su buena disposición. Cuando les convino la despidieron sin decirle ni agua va.

Eduardo no se portó mejor. Él, que se veía tan orgulloso de ella y tan comprensivo, fue el primero en reclamarle a Julieta que asistiera a la fábrica sábados y domingos. Un día que estaba de visita en su casa me tocó oírlos discutir el asunto. Me consta que mi prima le dijo en buen plan: Mi amor, si no quieres que los deje a ti y a mis hijos los fines de semana, ¿por qué no buscas un trabajo extra? Con el licenciado te desocupas a las tres. Podrías manejar un taxi de cinco de la tarde a ocho de la noche.

Fue suficiente. Eduardo la puso pinta y la acusó de un montón de cosas enfrentito de sus niños y de mí. Como me enseñaron que entre marido y mujer nadie se debe meter, quise irme pero Eduardo no me lo permitió. Según él, debía enterarme de la clase de mujer que era mi prima. Allí sí ya no me aguanté, salí en defensa de Julieta –para eso somos familia ¿o no?– y le saqué al Eduardo todos, pero todos, sus trapitos al sol.

Con tal de que no siguiera hablando, el muy cabrón se hizo el arrepentido. Se le hincó a Julieta pidiéndole que lo perdonara y le prometió que iba a seguir su consejo de meterse a la ruleteada. Le creí. Bueno, las dos le creímos y, como quien dice, a las dos nos vio la cara de pendejas.

No había pasado ni un año del pleito cuando Eduardo se fue, pero antes envenenó a sus hijos diciéndoles que su madre era una tal por cual, que no iba a la fábrica sino a verse con un fulano. Al fin chamacos, los niños le creyeron y a los pocos meses quisieron irse a vivir con su abuela. Para mí que en aquel momento Julieta comenzó a desequilibrarse y a pensar en el suicidio.

Gracias a Dios aceptó ir con un sicoanalista. Las terapias le hicieron mucho bien, pero más todavía lograr que sus hijos regresaran junto a ella y conseguir trabajo en el restorancito. No gana lo mismo que antes pero ahí la lleva. De repente extraña a Eduardo y me pregunta adónde creo que se haya ido. Le digo que no sé pero no faltan almas caritativas que me vengan con chismes: que si vieron a Eduardo por la Tlaxpana, que si se caía de borracho en la fiesta de Zutanito, que si andaba en el tianguis de la San Felipe con un niño. Esto sí me dio mucho coraje pero fingí que no me interesaba, aunque me imagino que el chamaquito debe de ser un hijo que Eduardo tuvo con La Libre, una putarraca con quien el estúpido se metió al otro día de abandonar a Julieta.

Cuando me enteré del asunto tuve intención de contárselo a mi prima pero Elisa me recomendó que no lo hiciera porque resultaría más provechoso para Julieta permitir que el tiempo sembrara olvido en su corazón. Lo de sembrar olvido me convenció y ahora aplico ese método cuando algo me entristece. No es fácil conseguirlo, y menos sin consultárselo a Elisa. Desde mi ventana le cuento mis cosas y oigo las suyas.

Son raras, especiales y muchas veces no logro entenderlas. Hay algunas muy extrañas. Te las contaré algún día, antes de que el tiempo siembre olvido en mi corazón.

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