Cristina Pacheco
Las
que eran pláticas informales entre Elisa y yo, se han vuelto sesiones
sicoanalíticas. Nunca he asistido a una pero Julieta, mi prima que
trabajaba en una fábrica de medias, me ha contado cómo son: llegas con
un doctor o una doctora, según te toque, y le dices lo que te hace
sufrir. Entonces ellos te ayudan a entender cosas de ti, de tu vida y a
aceptar que algunos problemas tienen remedio y otros no porque no
dependen de ti. En este caso lo mejor es guardarlos en una bolsa
(mental, claro), cerrarla bien y ponerla en algún sitio en donde no te
estorben.
A Julieta le dieron resultado las terapias. Por lo pronto, dejó de
pensar en suicidarse porque Eduardo se había ido cuando a ella acababan
de recortarla de la fábrica y sin importarle que se quedara con la
sarta de hijos y deudas con todo el mundo, hasta conmigo. No me fijo,
que me pague cuando pueda, después de todo somos familia. La bronca son
los demás acreedores. En vez de escondérseles, Julieta debería darles
la cara y decirles:
No manchen, espérense a que me reponga.Eso quién sabe cuándo será, desde luego ni mañana ni pasado. Julieta espera conseguir otra chamba formal. Lo dudo. Anda por los cuarenta pero se ve mayor (Eduardo se la acabó) y en este mundo la edad es un pecado imperdonable.
II
A los patrones sólo les interesa la gente joven con
experiencia pero ¿cómo quieren que alguien la tenga si no le dan
oportunidad de foguearse? Ahora, supongamos que aunque pases de los
treinta, te contratan, como le sucedió a Julieta. Entonces, en prueba
de agradecimiento, ella se desvivió por demostrar su capacidad. Aceptó
el turno que le dieran. Por el mismo sueldo cubrió las funciones de dos
o tres compañeros. Cuando se lo indicaron se presentó a trabajar los
fines de semana aunque eso le significara prescindir de la convivencia
con su familia.
Varias veces me dijo que se sentía culpable por eso, pero dados los
problemas económicos en su casa no le quedaba más remedio que entrarle
al toro. Sus patrones no tomaron en cuenta su interés y su buena
disposición. Cuando les convino la despidieron sin decirle ni
agua va.
Eduardo no se portó mejor. Él, que se veía tan orgulloso de ella y
tan comprensivo, fue el primero en reclamarle a Julieta que asistiera a
la fábrica sábados y domingos. Un día que estaba de visita en su casa
me tocó oírlos discutir el asunto. Me consta que mi prima le dijo en
buen plan:
Mi amor, si no quieres que los deje a ti y a mis hijos los fines de semana, ¿por qué no buscas un trabajo extra? Con el licenciado te desocupas a las tres. Podrías manejar un taxi de cinco de la tarde a ocho de la noche.
Fue suficiente. Eduardo la puso pinta y la acusó de un montón de cosas enfrentito de sus niños y de mí. Como me enseñaron que
entre marido y mujer nadie se debe meter, quise irme pero Eduardo no me lo permitió. Según él, debía enterarme de la clase de mujer que era mi prima. Allí sí ya no me aguanté, salí en defensa de Julieta –para eso somos familia ¿o no?– y le saqué al Eduardo todos, pero todos, sus trapitos al sol.
Con tal de que no siguiera hablando, el muy cabrón se hizo el
arrepentido. Se le hincó a Julieta pidiéndole que lo perdonara y le
prometió que iba a seguir su consejo de meterse a la ruleteada. Le
creí. Bueno, las dos le creímos y, como quien dice, a las dos nos vio
la cara de pendejas.
No había pasado ni un año del pleito cuando Eduardo se fue, pero
antes envenenó a sus hijos diciéndoles que su madre era una tal por
cual, que no iba a la fábrica sino a verse con un fulano. Al fin
chamacos, los niños le creyeron y a los pocos meses quisieron irse a
vivir con su abuela. Para mí que en aquel momento Julieta comenzó a
desequilibrarse y a pensar en el suicidio.
Gracias a Dios aceptó ir con un sicoanalista. Las terapias le
hicieron mucho bien, pero más todavía lograr que sus hijos regresaran
junto a ella y conseguir trabajo en el restorancito. No gana lo mismo
que antes pero ahí la lleva. De repente extraña a Eduardo y me pregunta
adónde creo que se haya ido. Le digo que no sé pero no faltan almas
caritativas que me vengan con chismes: que si vieron a Eduardo por la
Tlaxpana, que si se caía de borracho en la fiesta de Zutanito, que si
andaba en el tianguis de la San Felipe con un niño. Esto sí me dio
mucho coraje pero fingí que no me interesaba, aunque me imagino que el
chamaquito debe de ser un hijo que Eduardo tuvo con La Libre, una putarraca con quien el estúpido se metió al otro día de abandonar a Julieta.
Cuando me enteré del asunto tuve intención de contárselo a mi prima
pero Elisa me recomendó que no lo hiciera porque resultaría más
provechoso para Julieta permitir que el tiempo sembrara olvido en su
corazón. Lo de
sembrar olvidome convenció y ahora aplico ese método cuando algo me entristece. No es fácil conseguirlo, y menos sin consultárselo a Elisa. Desde mi ventana le cuento mis cosas y oigo las suyas.
Son raras, especiales y muchas veces no logro entenderlas. Hay
algunas muy extrañas. Te las contaré algún día, antes de que el tiempo
siembre olvido en mi corazón.
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