Antonio Turrent Fernández*
La
industria transgénica multinacional abandera la inocuidad del maíz
transgénico como alimento y como forraje, y como solución clave para la
autosuficiencia alimentaria nacional. En mi nota previa (12/5/15)
analicé el pregón de la autosuficiencia alimentaria. En esta examinaré
evidencias que desdicen la pretendida inocuidad. Se trata de un
argumento muy central de la estrategia de penetración y control del
mercado mexicano de semillas. Con este control, la industria
transgénica podría concretar una gran operación financiera con ventas
del orden de mil 200 millones de dólares anuales, mientras que los
mexicanos seríamos los conejillos de Indias de un megaexperimento
transgénico. Se vería en una generación si alimentarnos con maíz
transgénico nos diezmaría o no, y esto, en una ruta sin retorno, porque
también se contaminarían con ADN transgénico nuestro maíz nativo y el
teocintle, su pariente silvestre.
En su libro recién publicado, el abogado Steven M. Druker pone al
desnudo la cadena de corrupción y de engaños al Congreso y a los
estadunidenses mediante la cual, la Agencia Gubernamental para
Alimentos y Fármacos de Estados Unidos (Food and Drug Administration:
FDA) allanó ilícitamente, el camino para la liberación de alimentos
transgénicos en Estados Unidos. Por esto es que la Alianza por la
Bio-Integridad y eminentes científicos estadunidenses demandaron a la
FDA ante la Corte Federal en mayo de 1998, con el cargo de mentir al
Congreso y a la población estadunidense, sobre la inocuidad de los
alimentos transgénicos. El juicio duró dos años. Aunque formalmente la
sentencia fue favorable a la FDA, la Corte autorizó a los demandantes
el acceso a los archivos de la propia FDA relacionados con los
alimentos transgénicos. Estos archivos suman unas 44 mil cuartillas que
fueron meticulosamente revisados y narrados por el citado autor (Steven
M. Druker, 2015, Altered genes, twisted truth: how the venture to
genetically engineer our food has subverted science, corrupted
government, and systematically deceived the public, Clear River Press, Salt Lake City, UT, USA, 511 pp.).
En el capítulo 5 de este libro se narran y documentan las
irregularidades y engaños, así como la prevalencia de criterios
políticos sobre los científicos, que condujeron a la liberación de
alimentos transgénicos en Estados Unidos. Aquí los resumimos en cinco
puntos: 1) las variedades de plantas mejoradas por ingeniería genética
no representan riesgos mayores a la salud que las mejoradas por el
método clásico; 2) en referencia a aditivos de alimentos, un producto
transgénico puede eximirse del requisito legal GRAS –que significa
generalmente reconocido como seguro– cuando hubiera consenso de su inocuidad entre científicos con experiencia en sanidad alimentaria y se apoyara en publicaciones científicas; 3) en vez de conducir la evaluación de inocuidad en procesos libres de conflicto de intereses, la FDA cedió a la industria misma la autoridad para autoevaluarse y también para anunciar a los estadunidenses que la FDA realizaba la evaluación por procedimientos rigurosos y completos; 4) la FDA desoyó la autorizada opinión de sus propios científicos, que documentaron la debilidad de los dos primeros puntos, y 5) básicamente, la industria dictó las políticas para la liberación de los alimentos transgénicos, gracias a su desmedida influencia sobre el Poder Ejecutivo.
La
juez titular favoreció en su sentencia a la FDA, basándose, por razones
procedimentales, en el conocimiento científico disponible hasta 1992, y
descartando cualquier conocimiento desarrollado entre 1992 y 1998 –año
de la presentación de la demanda– o posterior.
Con estas manipulaciones, la industria transgénica de Estados Unidos
pudo construir lo que, en palabras de Ralph Nader sería una
autocracia comercial transgénica, dentro y fuera del país, que se apoya claramente en decisiones y conocimientos sobre inocuidad previos a 1992. La ola expansiva alcanzó a varios países, entre ellos a México. Aquí, nuestra Comisión Federal de Protección contra Riesgos Sanitarios (Cofepris) ya ha declarado la inocuidad de decenas de productos transgénicos y sus agroquímicos acompañantes, con razonamientos probablemente implantados por la misma autocracia comercial transgénica.
Mucho conocimiento científico que desdice la inocuidad de los
alimentos transgénicos ha salido a la luz después de 1992. Es evidente
que en la actualidad no hay consenso en la comunidad científica
estadunidense pertinente, respecto a los dos primeros elementos de
inocuidad arriba mencionados. La falta de consenso en la comunidad
científica internacional es aún mayor. La discrepancia se extiende al
ámbito institucional. Aunque reciente, es ya del dominio público que la
Agencia Internacional para la Investigación en Cáncer (IARC) acaba de
clasificar al glifosato –herbicida acompañante obligatorio de la
tecnología transgénica actual– como categoría 2A, que significa
probablemente carcinogénico para los humanos.
Cabe preguntarse si nuestra Cofepris siguió a ciegas los pasos a la
FDA en materia de la cada vez más cuestionada inocuidad de los
alimentos transgénicos. Su ceguera rayaría más bien en incompetencia.
La Cofepris debe aceptar que su colaboración con la industria
transgénica no es equivalente a servir a la población que protege por
mandato. A diferencia de Estados Unidos, donde el maíz es principal
forraje e importante insumo industrial, los mexicanos lo consumimos
como alimento directo, tres veces al día. Si los experimentos con
mamíferos alimentados toda su vida con maíz transgénico –como lo
haríamos los mexicanos– sirven de algo, nos estarían advirtiendo sobre
daños crónicos al hígado y al riñón en el plazo largo. A nadie le hace
daño comer una tortilla de maíz transgénico o beber un atole
transgénico una vez o dos durante un par de años. Más bien, el daño es
como el que nos causa el tabaco; es crónico y es subclínico, y la
factura a la salud es inmisericorde.
* Miembro de la Unión de Científicos Comprometidos con la Sociedad, AC, investigador nacional emérito del SNI
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