Ante la
posibilidad de la rápida aprobación de la iniciativa de ley de seguridad
interior por el Poder Legislativo, diversas organizaciones no
gubernamentales y de promoción de los derechos humanos llamaron al
Congreso de la Unión a detenerla y a emprender un proceso transparente,
con margen de tiempo y abierto a la participación social. Los centros de
Derechos Humanos Fray Francisco de Vitoria y Miguel Agustín Pro Juárez,
el Instituto Mexicano de Derechos Humanos y Democracia, la organización
Fundar y otros señalaron que la iniciativa mencionada constituye una
afrenta a las recomendaciones formuladas a México por diversos
organismos internacionales y destacaron, asimismo, que la pretendida
legalización de la participación de militares en tareas de seguridad
pública reduce y desalienta el fortalecimiento y la profesionalización
de las corporaciones policiales civiles, que son las que, por mandato
constitucional, deben asumir tales tareas.
Desde hace más de una década se ha señalado en numerosas ocasiones la
improcedencia de involucrar a las fuerzas armadas en asuntos que deben
ser atendidos por la policía. Sin embargo, ante la intensificación desde
el sexenio pasado de ese recurso inconstitucional, y ante la
perspectiva de que las autoridades civiles sigan confiando al Ejército y
a la Marina la lucha contra la delincuencia organizada, altos mandos
castrenses han instado a los legisladores para que elaboren un marco que
otorgue sustento legal a esa tarea.
Debe considerarse que la legalización de una práctica gubernamental
anómala e improcedente no sólo no resolverá el problema, sino
posiblemente lo agravará. En los más de 10 años transcurridos desde que
Felipe Calderón declaró una
guerraa las corporaciones criminales y recurrió para ello a la utilización intensiva y excesiva de las fuerzas armadas, se descuidó el saneamiento y la profesionalización de los organismos policiales de los tres niveles, se recurrió a la simulación de los exámenes de confianza y se expuso a los institutos armados a los peligros de la descomposición institucional, la erosión de la credibilidad y el conflicto social por la multiplicación de los casos de violaciones graves a los derechos humanos.
A lo largo de este proceso, sobre las fuerzas armadas no ha
recaído más responsabilidad que la de acatar el mandato del poder civil.
Éste, en cambio, ha persistido en el error y no ha sido capaz de
comprender que el Ejército y la Marina no son superpolicías, sino
instituciones concebidas, formadas y preparadas para defender la
soberanía nacional, preservar la integridad del territorio y auxiliar a
la población en casos de desastre.
Ahora, tras los deplorables resultados de esa estrategia, en vez de
rectificar el camino se pretende legalizar la desnaturalización de las
tareas constitucionales y
sociales
de los militares mediante la redacción de la ley referida, la cual, de
aprobarse, podría generar una nueva escalada de violaciones a los
derechos humanos, avanzar en la indeseable militarización de la vida y
el espacio públicos y someter a las instituciones castrenses a un
desgaste mayor del que han sufrido en esta década.
Una solución alternativa y razonable a ese extravío trágico es que el
Ejecutivo y el Legislativo federales, así como las autoridades
estatales y municipales del país, enfrenten de una vez por todas la
tarea de limpiar y moralizar los cuerpos policiales de los tres niveles,
que se cambie radicalmente el contraproducente enfoque de la lucha
antidrogas –a fin de cuentas, una imposición estadunidense– y se permita
a las fuerzas armadas el retorno a sus cuarteles.
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